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miércoles, 6 de mayo de 2015

Club de lectura: Marchando una de dragones



Marchando una de dragones


 I desired dragons with a profound desire.
(J.R.R. Tolkien)

Los dragones son fascinantes: atraen y aterran, al mismo tiempo. De hecho, su nombre procede de un verbo griego, dérkomai, que significa 'mirar fijamente'. Esta mirada draconiana, que paraliza a su presa, se aplica en la literatura griega a las serpientes, pero también a otras criaturas, como las águilas, la Gorgona Medusa o los terribles guerreros griegos y troyanos que se enfrentan en la Ilíada.

En griego antiguo, un drákon es una serpiente real, de las de verdad; pero también esas otras serpientes que aparecen en los cuentos, leyendas y mitos, y que sobrepasan lo real: serpentones grandes como castillos, a menudo dotados de alas y de patas, que arrojan fuego por la boca.

Los dragones suelen entrar en contacto con los hombres para apoderarse de lo que estos más valoran y desean: las jóvenes hermosas, las joyas y monedas y el acceso a recursos naturales (sobre todo, el agua). Se trata, pues, más que de un encuentro, de un encontronazo en toda regla. 

A menudo, como la Mafia y los estados modernos, el dragón propone a sus vecinos humanos un acuerdo, que consiste en no devorarlos o reducirlos a cenizas siempre y cuando le paguen puntualmente cierto impuesto, que suele ser una joven de gran hermosura. Una de las historias más conocidas sobre dragones, la de san Jorge, de origen medieval, cuenta precisamente cómo el héroe rescata a la doncella ofrecida al dragón dándole muerte a este, y después se casa con ella. En la mitología griega tenemos una historia muy similar, la de Perseo y Andrómeda. 

Al quedarse con algo que pertenece en justicia a los hombres, el dragón actúa como un usurpador: alguien que detenta un poder que no le corresponde legítimamente. Al enfrentarse con él, el héroe restituye por tanto el orden correcto de las cosas y devuelve a los hombres lo que es suyo. Sin embargo, es frecuente que las riquezas que han estado mucho tiempo bajo el dominio de un dragón queden por ello malditas, y que en vez de traer felicidad a los que las reciben, ocasionen infinidad de conflictos y muertes. Esto es particularmente cierto si lo que se rescata de las garras del dragón es precisamente un arma (generalmente, una espada), que todos los valientes del reino intentarán conseguir, matándose unos a otros para intentar establecer quién es el único que la merece.
El poder del dragón no reside solo en su enorme fortaleza: el poder fascinante de su mirada se extiende también a sus palabras, que suelen estar cargadas de una gran sabiduría, pero también de maldad. El dragón es un ser mucho más longevo que sus enemigos humanos, y por eso conoce a menudo muchos detalles sobre la historia del reino y la familia del héroe, que puede revelar cuando le conviene, generalmente para sembrar discordia y confusión. Si el héroe se deja dominar por su mirada hipnótica, el dragón puede convencerle para que ataque a los que hasta entonces eran sus aliados o seres queridos, o hacerle olvidar su propia identidad. 

En el Silmarillion de J. R. R. Tolkien se cuenta la historia de Glaurung, un dragón particularmente malvado que hace que una joven muy hermosa, Nienor, pierda totalmente la memoria; más tarde, ella se encuentra con su hermano, el gran héroe Túrin, pero ninguno de los dos conoce la verdadera identidad del otro. Los dos hermanos se enamoran y ella se queda embarazada. Túrin acaba matando al dragón, pero este, antes de morir, devuelve la memoria a Nienor: esta comprende entonces que ha concebido un hijo de su propio hermano, e incapaz de soportarlo, se suicida. Túrin la sigue poco después. 

En otra obra de Tolkien, El hobbit, un dragón (Smaug) se ha apoderado del tesoro que pertenece a una familia noble de enanos. Al intentar recuperarlo, los enanos provocan sin querer que el dragón ataque a una ciudad cercana, que resulta destruida casi por completo. Aunque el dragón muere durante esta incursión, las riquezas que han estado bajo su poder causan después la locura del rey de los enanos y un enfrentamiento horrible entre varios pueblos (humanos, enanos, elfos) que deberían ser aliados.

Como los héroes, los dragones, por poderosos que sean, suelen tener un talón de Aquiles (llamado así porque, efectivamente, el único punto donde se podía herir de muerte a Aquiles era el talón). Su cuerpo suele estar cubierto de escamas duras como el metal (o metálicas, directamente), pero hay algún punto que estas no cubren. Otra posibilidad es que el héroe introduzca su espada a través de la boca abierta del dragón, llegando así hasta su cerebro.

El hecho de que el dragón exija como víctima a una joven hermosa (y virgen) sugiere que no pretende devorarla, sino convertirse en su esposo, algo que no nos resulta tan extraño si pensamos en la larga tradición de historias sobre bellas amadas por Bestias que las tienen prisioneras (una historia que tiene también su versión realista: pensemos en Átame, de Pedro Almodóvar, donde un loco rapta a su actriz favorita para que llegue a conocerle mejor y se enamore de él). 

Luis Alberto de Cuenca da una vuelta de tuerca inteligente y muy divertida a estos amores entre la princesa y el dragón en este poema, incluido en su libro de 1996 Por fuertes y fronteras


LA PRINCESA Y EL DRAGÓN

Ataban a unos postes de madera
a las chicas más guapas del país
para aplacar la cólera del monstruo.
El pueblo andaba muy soliviantado,
y el rey, que era bastante más demócrata
de lo corriente, dijo a la princesa:
«Te toca, niña mía. No te oculto
que es duro para mí, pero la patria
te llama y no hay remedio. Así que ponte
el traje blanco de los cumpleaños
y ¡a la estaca!» Eso dijo, y la verdad
es que el dragón andaba últimamente
de lo más desalmado: una princesa
tal vez podría sosegarlo un poco.
Dicho y hecho. La niña, en plan Angélica,
pero sin esperanza de Ruggiero,
subió al cadalso que su patriotismo
le imponía. La gente de la calle
dejó de protestar. Y desde entonces
el dragón no salió de su caverna.

Veinte años después, el rey moría
sin descendencia, y el dragón, ya viejo,
se presentó en la corte con su esposa,
dos hijas (rubias como el trigo rubio,
con la piel escamosa y negras alas)
y un grupo de vistosas treintañeras.
Alegaba derechos sucesorios
al trono del país y prometía
cosas como el sufragio universal,
la igualdad ante la ley, las reformas
fiscal y agraria, la enseñanza pública...
El pueblo le entregó inmediatamente
las riendas del Estado. Y la princesa,
más hermosa que nunca, se miraba
en los ojos saltones de su esposo
y se sentía la mujer de Dios.

domingo, 20 de mayo de 2012

Agua y fuego


En cada rato de asueto, seguimos rescatando algunas de las joyas que nos han ido llegando al Taller de Leyendas Urbanas (y leyendas de todo tipo). Así dice esta:

La historia del padre y su hija 

Recopiladora: Karima El Mokhtari, nacida en 1995 en Taouirt.
Informante: Su abuelo, de 93 años.
Fecha: Mayo de 2012.
Lugar: Navalmoral de la Mata.

Érase una vez un hombre que se llamaba Ahmed y que tenía una hija muy guapa llamada Halima. Un día Ahmed decidió llevarla a visitar a su prima. En el camino la niña se sentó a la sombra de un árbol porque tenía mucha sed, entonces pidió a su padre que le trajera un vaso de agua. Pero su padre le dijo:
—Si quieres beber, tienes que llamarme mi novio.
La niña se quedó sorprendida y empezó a llorar. Unos minutos después le contestó:
—Prefiero morir, padre, y nunca me escucharás diciendo esa palabra; jamás en la vida.
Su padre la agarró con fuerza, intentando darla un beso y la chica gritaba diciendo unas palabras:
—¡Ay, Dios, ayúdame para que me salve de este infierno!
Entonces Dios la convirtió en agua y a su padre lo convirtió en fuego.

*

Los reyes se enamoran de sus hijas más jóvenes, escribe Luis Alberto de Cuenca en Amour fou, uno de los mejores poemas de su libro La caja de plata (1985). Homenajea así a Piel de asno y otros cuentos y mitos tradicionales en que se presenta de forma descarnada el incesto entre padre e hija.

El tema ha dado también mucho juego en el Romancero: de hecho, la leyenda que nos trae Karima tiene un parentesco indudable con el romance de Delgadina. No solo coincide el tema general (un padre que se enamora de su hija), sino varios detalles inequívocos: la declaración de amor que implica un cambio de status (Delgadina, Delgadina / tú has de ser mi enamorada); la negativa de la muchacha (No lo quiera el Dios del cielo / ni la Virgen soberana / ser yo mujer de mi padre, / de mis hermanos madrastra); el intento de rendir a la muchacha mediante la sed y su súplica desesperada, que en el romance se dirige a los hermanos y a la madre (Madre, si es Vd. mi madre, / por Dios deme un vaso de agua); la aparente victoria final del padre y la intervención providencial de Dios, que en el romance se manifiesta a través de sus sirvientes, ángeles y diablos, dando a los protagonistas el destino que han merecido: la Gloria para la niña mártir y el Infierno para el padre desnaturalizado (La cama de Delgadina / de ángeles está rodeada; / la cama del rey su padre, / de demonios apretada).

El final de esta versión marroquí tiene una fuerza poética inusual, con su conversión de los protagonistas en dos elementos que, como el padre y la hija, no deben mezclarse: agua y fuego. La potencia simbólica del agua en el texto viene de una hiperdeterminación: por ser lo contrario del fuego (que representa, por metonimia, el Infierno), se convierte aquí en el elemento propio del Paraíso, del Cielo; y al mismo tiempo este agua divina se opone al agua terrenal que se la ha negado a la niña.

Recordemos que en algunas versiones del romance, aunque Delgadina no se convierte en agua, cuando los criados acuden a llevarle agua, se encuentran con que está bien provista de ella: Delgadina muerta estaba, / no por la sed que tenía / ni por la hambre que pasaba, / que en la cabecera tiene / una fuente muy reclara. Esa agua muy reclara evoca necesariamente el agua bendita, con la que se inicia la vida (cristiana) y que ahora sirve para darle un fin igualmente pío. Como manifestación de la Gracia divina, hace bueno el viejo parecer de Píndaro: áriston mén hýdor, «lo mejor, el agua». Generalmente se abre a los pies de la niña: debajo de Delgadina / hay una fuente que mana.

En realidad, en el romance hay tres aguas: la que el padre terrenal administra y le niega a la niña; la que el Padre celestial, más generoso, le brinda como consuelo, como una suerte de regreso paradisíaco al seno materno; y entrambas, el agua que brota de la propia Delgadina, en forma de llanto: con el llanto de su cara / toda la sala regaba. La razón nos indica que esta última deja a la víctima cada vez más deshidratada, pero no falta alguna versión del romance que revalorice las lágrimas, portadoras de energía moral, y las haga nutritivas, sustentadoras: con las lágrimas que vierte / toda la pieza regaba (...) / y con otras que corrían / su mucha sed apagaba.

Aguas estas que recuerdan aquellas de las que habla un conjuro de Antonia de Acosta, una bruja de la época de Felipe IV: Aguas que no son llovidas, / ni de río cogidas, / ni de fuente manidas, / sino de mi cuerpo batidas. Fluidos corporales: el agua que somos. En esas aguas cálidas, que representan la feminidad de su hija, desea el padre incestuoso bañarse: son las aguas de marzo, el agua del amor (Water of love, deep in the ground , canta Mark Knopfler) —pero el destino de su ardor maldito no es apagarse en ellas, sino arder eternamente, en un Infierno que nunca ha revelado más claramente su condición de deseo insaciable, insatisfecho.

jueves, 27 de octubre de 2011