Leer, leer, leer, vivir la vida
que otros soñaron.
Leer, leer, leer, el alma olvida
las cosas que pasaron.
Se quedan las que se quedan, las ficciones,
las flores de la pluma,
las olas, las humanas emociones,
el poso de la espuma.
Leer, leer, leer, ¿seré lectura
mañana también yo?
¿Seré mi creador, mi criatura,
seré lo que pasó?
(Miguel de Unamuno)
Confundimos, quizá, los términos. Leer no es una obligación; sí, a veces, una necesidad: imposible estudiar (y enseñar) literatura sin leer con atención, al menos, algunos de los textos de los que hablamos, del mismo modo que uno necesita leer el prospecto antes de medicarse o mira el cartel para saber a cuántos kilómetros queda Cáceres o qué salida de la autopista conviene tomar. Es, desde luego, un derecho, pero eso sólo tiene sentido recordarlo cuando la censura y el fanatismo pretenden recortarnos el menú y protegernos de nuestra propia libertad.
Leer es, fundamentalmente, una oportunidad, que puede aprovecharse o no. Por de pronto, la oportunidad de leer algo que merezca la pena: cierto pudor nos impide constatar que del mismo modo que existe la comida rápida (por no llamarla basura), se publican muchos libros cuyo interés y capacidad de fascinación son efímeros. Otros, en cambio, nos acompañarán toda la vida: no en la estantería, o en el disco duro, sino en la memoria.
Me animo, pues, a preguntar a todo el que pasa qué libro o libros le han no ya gustado sino abierto los ojos o ampliado la perspectiva: de qué personajes o situaciones siguen acordándose mucho después de cerrar las páginas, cuando surgen en la vida alegrías y desafíos que se parecen a los que vivieron aquellos héroes o desgraciados. Qué libros, en fin, les han dado vida y se mantienen vivos.
Poco importa que esos libros estén entre los considerados clásicos o no; pero creo que deberíamos adquirir un compromiso: que ni uno solo de esos libros que han cumpido de veras su función deje de estar en nuestra biblioteca.
¿Empezamos la lista?