domingo, 20 de mayo de 2012

Agua y fuego


En cada rato de asueto, seguimos rescatando algunas de las joyas que nos han ido llegando al Taller de Leyendas Urbanas (y leyendas de todo tipo). Así dice esta:

La historia del padre y su hija 

Recopiladora: Karima El Mokhtari, nacida en 1995 en Taouirt.
Informante: Su abuelo, de 93 años.
Fecha: Mayo de 2012.
Lugar: Navalmoral de la Mata.

Érase una vez un hombre que se llamaba Ahmed y que tenía una hija muy guapa llamada Halima. Un día Ahmed decidió llevarla a visitar a su prima. En el camino la niña se sentó a la sombra de un árbol porque tenía mucha sed, entonces pidió a su padre que le trajera un vaso de agua. Pero su padre le dijo:
—Si quieres beber, tienes que llamarme mi novio.
La niña se quedó sorprendida y empezó a llorar. Unos minutos después le contestó:
—Prefiero morir, padre, y nunca me escucharás diciendo esa palabra; jamás en la vida.
Su padre la agarró con fuerza, intentando darla un beso y la chica gritaba diciendo unas palabras:
—¡Ay, Dios, ayúdame para que me salve de este infierno!
Entonces Dios la convirtió en agua y a su padre lo convirtió en fuego.

*

Los reyes se enamoran de sus hijas más jóvenes, escribe Luis Alberto de Cuenca en Amour fou, uno de los mejores poemas de su libro La caja de plata (1985). Homenajea así a Piel de asno y otros cuentos y mitos tradicionales en que se presenta de forma descarnada el incesto entre padre e hija.

El tema ha dado también mucho juego en el Romancero: de hecho, la leyenda que nos trae Karima tiene un parentesco indudable con el romance de Delgadina. No solo coincide el tema general (un padre que se enamora de su hija), sino varios detalles inequívocos: la declaración de amor que implica un cambio de status (Delgadina, Delgadina / tú has de ser mi enamorada); la negativa de la muchacha (No lo quiera el Dios del cielo / ni la Virgen soberana / ser yo mujer de mi padre, / de mis hermanos madrastra); el intento de rendir a la muchacha mediante la sed y su súplica desesperada, que en el romance se dirige a los hermanos y a la madre (Madre, si es Vd. mi madre, / por Dios deme un vaso de agua); la aparente victoria final del padre y la intervención providencial de Dios, que en el romance se manifiesta a través de sus sirvientes, ángeles y diablos, dando a los protagonistas el destino que han merecido: la Gloria para la niña mártir y el Infierno para el padre desnaturalizado (La cama de Delgadina / de ángeles está rodeada; / la cama del rey su padre, / de demonios apretada).

El final de esta versión marroquí tiene una fuerza poética inusual, con su conversión de los protagonistas en dos elementos que, como el padre y la hija, no deben mezclarse: agua y fuego. La potencia simbólica del agua en el texto viene de una hiperdeterminación: por ser lo contrario del fuego (que representa, por metonimia, el Infierno), se convierte aquí en el elemento propio del Paraíso, del Cielo; y al mismo tiempo este agua divina se opone al agua terrenal que se la ha negado a la niña.

Recordemos que en algunas versiones del romance, aunque Delgadina no se convierte en agua, cuando los criados acuden a llevarle agua, se encuentran con que está bien provista de ella: Delgadina muerta estaba, / no por la sed que tenía / ni por la hambre que pasaba, / que en la cabecera tiene / una fuente muy reclara. Esa agua muy reclara evoca necesariamente el agua bendita, con la que se inicia la vida (cristiana) y que ahora sirve para darle un fin igualmente pío. Como manifestación de la Gracia divina, hace bueno el viejo parecer de Píndaro: áriston mén hýdor, «lo mejor, el agua». Generalmente se abre a los pies de la niña: debajo de Delgadina / hay una fuente que mana.

En realidad, en el romance hay tres aguas: la que el padre terrenal administra y le niega a la niña; la que el Padre celestial, más generoso, le brinda como consuelo, como una suerte de regreso paradisíaco al seno materno; y entrambas, el agua que brota de la propia Delgadina, en forma de llanto: con el llanto de su cara / toda la sala regaba. La razón nos indica que esta última deja a la víctima cada vez más deshidratada, pero no falta alguna versión del romance que revalorice las lágrimas, portadoras de energía moral, y las haga nutritivas, sustentadoras: con las lágrimas que vierte / toda la pieza regaba (...) / y con otras que corrían / su mucha sed apagaba.

Aguas estas que recuerdan aquellas de las que habla un conjuro de Antonia de Acosta, una bruja de la época de Felipe IV: Aguas que no son llovidas, / ni de río cogidas, / ni de fuente manidas, / sino de mi cuerpo batidas. Fluidos corporales: el agua que somos. En esas aguas cálidas, que representan la feminidad de su hija, desea el padre incestuoso bañarse: son las aguas de marzo, el agua del amor (Water of love, deep in the ground , canta Mark Knopfler) —pero el destino de su ardor maldito no es apagarse en ellas, sino arder eternamente, en un Infierno que nunca ha revelado más claramente su condición de deseo insaciable, insatisfecho.

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