jueves, 26 de octubre de 2017

Club de lectura: Contra Jaime Gil de Biedma



El tema del Doble ha dado mucho de sí en la narrativa. No es común, en cambio, encontrar   poemas que lo aborden —pero no faltan ejemplos espléndidos. Al que traemos hoy, concretamente, se le considera con razón una de las obras maestras de la poesía española del siglo XX.

Su autor, Jaime Gil de Biedma, es uno de los poetas agrupados en la Generación del 50; pero con el tiempo su figura ha ido agigantándose y destacándose dentro de dicha generación, de modo similar a como Lorca y Cernuda han emergido como figuras mayores dentro de su propia generación, la del 27.

El título, Contra Jaime Gil de Biedma (por Jaime Gil de Biedma), nos avisa que estamos ante un poema inédito, que no hemos leído antes. En un siglo donde la originalidad llegó a situarse en algún momento como el valor estético más importante, abundan sin embargo las obras de una u otras escuela (incluidas las diversas vanguardias) que no pasan de ser variaciones sobre un mismo planteamiento, que se ensayan una y otra vez con menor o  mayor acierto.

¿Cuántos poemas, en cambio, hemos leído en que la personalidad del poeta se escinda en dos?: uno, el que hace planes de reforma y mejora de la propia vida; otro, el que se ve arrastrado por esas decisiones, pero hace cuanto puede por sabotearlas.

Jung, el discípulo más brillante y díscolo de Freud, llamó a este segundo actor la Sombra, y lo definió como aquel que no queremos ser —pero somos, a pesar de todo. En el poema de Gil de Biedma, hay algo también en él del duende que hace imposible la vida de la familia en cuya casa hace de las suyas; y que, cuando la familia se muda para dejarlo atrás, es el primero en subirse al camión de mudanzas.

La Sombra es, por supuesto, una de las máscaras del Doble; o al revés, uno de los agentes que se presentan usando a este como máscara. Es el creyente que lleva dentro el ateo, el vicioso que acompaña al moralista y el ingenuo que protesta mientras el pragmático cierra sus tratos. En el caso de Gil de Biedma, es el yo que al poeta le gustaría dejar atrás, su propia imagen vista desde fuera y expuesta con todos sus defectos: guiada por la compulsión en vez de la reflexión y aferrada a su narcisismo, frente a la evidencia del deterioro implacable del tiempo.

Al final del día, observado y observador van a dormir juntos, pues comparten el mismo cuerpo. Ambos se detestan; pero se necesitan. Y entre ellos hay también afecto, aunque este surja de la aceptación resignada del otro.

Así dice don Jaime Gil:

CONTRA JAIME GIL DE BIEDMA

De qué sirve, quisiera yo saber, cambiar de piso,
dejar atrás un sótano más negro
que mi reputación —y ya es decir—,
poner visillos blancos
y tomar criada,
renunciar a la vida de bohemio,
si vienes luego tú, pelmazo,
embarazoso huésped, memo vestido con mis trajes,
zángano de colemena, inútil, cacaseno,
con tus manos lavadas,
a comer en mi plato y a ensuciar la casa?
Te acompañan las barras de los bares
últimos de la noche, los chulos, las floristas,
las calles muertas de la madrugada
y los ascensores de luz amarilla
cuando llegas, borracho,
y te paras a verte en el espejo
la cara destruida,
con ojos todavía violentos
que no quieres cerrar. Y si te increpo,
te ríes, me recuerdas el pasado
y dices que envejezco.
Podría recordarte que ya no tienes gracia.
Que tu estilo casual y que tu desenfado
resultan truculentos
cuando se tienen más de treinta años,
y que tu encantadora
sonrisa de muchacho soñoliento
—seguro de gustar— es un resto penoso,
un intento patético.
Mientras que tú me miras con tus ojos
de verdadero huérfano, y me lloras
y me prometes ya no hacerlo.
Si no fueses tan puta!
Y si yo supiese, hace ya tiempo,
que tú eres fuerte cuando yo soy débil
y que eres débil cuando me enfurezco...
De tus regresos guardo una impresión confusa
de pánico, de pena y descontento,
y la desesperanza
y la impaciencia y el resentimiento
de volver a sufrir, otra vez más,
la humillación imperdonable
de la excesiva intimidad.
A duras penas te llevaré a la cama,
como quien va al infierno
para dormir contigo.
Muriendo a cada paso de impotencia,
tropezando con muebles
a tientas, cruzaremos el piso
torpemente abrazados, vacilando
de alcohol y de sollozos reprimidos.
Oh innoble servidumbre de amar seres humanos,
y la más innoble
que es amarse a sí mismo!

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