De cómo Remondín encontró a Melusina
(Jean d’Arras, Melusina o la noble
historia de Lusignan,
escrita entre 1387 y 1392; traducción de Carlos Alvar,
Madrid: Siruela, 1992, pp. 11-18)
Al día
siguiente, el conde Aimeric salió de Poitiers con gran acompañamiento de
caballeros y de nobles; a su lado se mantenía siempre [su sobrino] Remondín,
que montaba un rápido corcel, ceñía espada y levaba la pica al hombro.
Llegaron
al bosque y empezó la cacería. El jabalí era fiero y bravo, acabó con varios
lebreles y alanos, y huyó por el bosque que era muy abrupto; entonces empezó el
acoso con los voceadores, pero el animal no temía nada y respondía de tal forma
que no había perro tan atrevido que osara acercarse, ni cazador tan valiente
que le atacara; llegaron los caballeros y escuderos, pero ninguno se atrevió a
descabalgar para enfrentarse con él. Entonces el conde dijo en voz alta:
—¿Cómo?
¿Este hijo de cerda nos va a asustar a todos?
Cuando
Remondín oyó a su tío, se avergonzó, saltó del corcel con la pica empuñada y
atacó al jabalí rápidamente, golpeándole en el pecho con toda su fuerza. El
animal se revuelve y lo tira de rodillas, pero él se pone en pie con valor y
decisión y se prepara para clavarle la pica otra vez; pero el jabalí se gira y
emprende la huida, de forma que no hubo perro, caballero, ni nadie que no
perdiera el rastro y la vista del animal, a excepción del conde y de su
sobrino, que había vuelto a montar y lo perseguía por delante de todos a tanta
distancia que su tío temía que el jabalí le atacara y por eso grita:
—¡Buen
sobrino, deja estar la pieza! Maldito sea quien nos la anunció, pues si este
hijo de cerda os ataca, nunca más tendré alegría.
Remondín,
que estaba excitado y que no se preocupaba por su vida, ni por la suerte o
desgracia que le pudiera sobrevenir, persigue al jabalí con su rápido caballo,
y el conde sigue sus huellas o lo ve de lejos.
¿Para qué
serviría continuar hablando? Los caballos empezaron a cansarse y a quedarse
rezagados, menos los de Remondín y Aimeric. que siguieron en el acoso hasta que
se hizo noche cerrada.
Entonces
se detuvieron bajo un gran árbol, y le dice el conde a Remondín:
—Buen
sobrino, nos quedaremos aquí hasta que salga la luna.
—Como
digáis, señor.
Descabalgó,
tomó su pedernal y encendió fuego. Un poco más tarde salió la luna hermosa y
clara, y brillaron las estrellas. El conde, que sabía mucho de astros,
contempla el cielo y ve las claras estrellas, el aire puro y la hermosa luna,
sin manchas ni oscuridades, Remondín, mientras tanto se esforzaba en encender
el fuego para que su señor estuviera a gusto, y Aimeric contemplaba el cielo:
entonces el conde empezó a suspirar profundamente, a la vez que decía:
—Dios
verdadero, qué extrañas y admirables resultarían las maravillas que has
confiado a la Naturaleza para que las administre si Tú no las cubrieras con tu
gracia divina; es especialmente digna de admiración la señal que veo en el
curso de las estrellas, que has establecido en el firmamento desde que el cielo
existe y que puedo conocer gracias a la alta ciencia de los astros; por eso te
alabo de todo corazón, a Ti y a toda tu Alta Majestad, con la que nada es
comparable. ¿Cómo podría resultar inteligible a la sabiduría humana si tu
oculto designio no lo hubiera decidido, el hecho de que se pueda sacar honor y
provecho obrando mal? Gracias a la noble ciencia que me has concedido, veo que
es así; y me admiro profundamente.
Entonces
empezó a suspirar más que antes. Remondín, que había encendido una hoguera y
que había oído parte de las palabras del conde Aimeric, le dijo:
—Señor,
el fuego ya arde; venid a calentaros. Creo que llegarán pronto quienes nos den
buenas noticias, pues pienso que la pieza ha sido cazada, porque he oído tocar
cuernos para reunir los perros, segun me ha parecido.
—Eso me
preocupa poco. Más me inquieta lo que estoy viendo.
Entonces
mira al cielo y comienza a suspirar más profundamente que antes. Remondín, que
lo quería mucho, le dice:
—Señor,
por Dios, dejad estar esas cosas, pues un príncipe tan alto como vos no debe
preocuparse de tales artes, ni de tales asuntos; sea como sea, Dios os ha
concedido una elevada y noble situación y grandes posesiones en la tierra, por
lo que podéis dejar las preocupaciones —si así lo deseáis— y las tristezas que
os dan asuntos que no os pueden ayudar, pero tampoco perjudicaros.
—¡Ay,
loco! Si supieras la grande, rica y maravillosa aventura que estoy
contemplando, te quedarías sorprendido.
Remondín,
que no pensaba en nada malo, le respondió:
—Mi muy
querido señor, dignaos en decírmelo, si es posible, y si es asunto que yo deba
conocer.
—Por
Dios, lo vas a saber; ten por cierto que yo no desearía que Dios, ni el mundo
te pidiesen cuentas con respecto a esta aventura, que nos afecta a ti y a mí,
pues yo ya soy viejo y tengo bastantes herederos para que me sucedan en todas
mis posesiones; te quiero tanto que me gustaría que recayera sobre ti un honor
tan alto como el que veo en el curso de las estrellas: si un súbdito mata en
este momento a su señor, llegará a ser el más rico, el más poderoso, el más
honrado de su linaje, y de él saldrá una descendencia tan noble como para que
se mencione hasta el fin del mundo, tenlo por cierto
Entonces
respondió Remondín que jamás podría creer que una cosa así fuera verdad, pues
iba en contra de la razón el que alguien consiguiera bienes y honra cometiendo
una traición mortal.
—Sin
embargo, Remondín, yo creo que es verdad, tan verdad como te lo he dicho.
—No me lo
creo, pues es increíble.
Entonces
se pusieron los dos a pensar en el asunto, y de pronto oyeron por todo el
bosque un gran ruido de ramas y de arbustos que se rompían. Remondín tornó la
pica, que estaba en el suelo, y el conde desenvainó la espada y esperaron así
mucho rato para saber qué pasaba, colocándose delante del fuego, en el lado por
donde habían oído el quebrar de las ramas. Al cabo de algún tiempo, vieron
llegar un gran jabalí, digno de admiración, que iba contra ellos espumeando y
enseñando los dientes.
—Señor —dice
Remondín—, subid a este árbol para que el jabalí no os haga daño y dejadme que
me enfrente a él.
—No
querrá Jesucristo que te deje solo en esta situación.
Cuando
Remondín lo oye, ataca al jabalí empuñando la pica, con deseos de matarlo; el
animal lo esquiva y se dirige contra el conde. Así comienza el dolor y la gran
tristeza de Remondín, y la gran felicidad que le llegó tras esta dolorosa
tristeza, según cuenta la verdadera historia.
En esta
parte dice la historia que el jabalí se dio cuenta de que Remondín iba contra
él y se desvió, yendo velozmente hacia el conde, que al verlo acercarse envainó
la espada y cogió una pica que había visto a su lado; sujetando la pica bajo la
planta del pie, dirigió la punta hacia el pecho del animal, que venía muy deprisa,
pero tenía tan dura la piel que el conde cayó de rodillas por el impulso del
jabalí. Remondín acudió corriendo con otra pica, dispuesto a herir al animal en
el vientre, pues el golpe del conde lo había tirado de espaldas. La pica del
joven sólo rozó las cerdas del lomo, y como iba con fuerza resbaló y alcanzó al
conde atravesándolo de parte a parte por el ombligo. Remondín le saca del
vientre la pica a su tío e hiere al jabalí, derribándolo muerto; después va al
lado del conde e intenta levantarlo, pero era en vano, pues ya había muerto.
Cuando Remondín vio la herida y la abundante sangre que manaba de ella, sintió
tal dolor que ningún hombre lo ha tenido mayor en su vida, y decía:
—¡Ay!
Falsa Fortuna, ¿cómo eres tan perversa que me has hecho matar al que amaba
tanto, a quien me había hecho tanto bien? ¡Ay! Dulce Padre todopoderoso, ¿en
dónde podrá refugiarse este desdichado pecador? Ciertamente, todos los que
oigan contar esta desgracia me condenarán, con motivo, a morir de vergonzosa
muerte y mediante duro tormento, pues peor traición no fue cometida nunca por
un pecador. Tierra, ¿por qué no te abres? Trágame y ponme junto al más oscuro y
odioso de los ángeles, el que antaño fue el más hermoso de todos, pues le he
servido bien.
Durante
mucho rato hizo estas lamentaciones y, después, se dirigió a sí mismo:
—Mi
señor, que aquí yace muerto, me dijo, si ocurría tal cosa, que yo sería el más
honrado de mi linaje, pero veo lo contrario, pues seré el más desdichado y el
más deshonrado, y es justo que así sea. Sin embargo, ya que no puede ser de
otra forma, me iré de esta región en busca de la aventura allí donde pueda
expiar mi pecado, si Dios quiere.
Entonces
se acercó a su señor, lo besó llorando y con el corazón tan entristecido que no
diría una palabra por todo el oro del mundo; toma el cuerno de caza y se lo
coloca sobre el pecho; después monta y se aleja a través del bosque, sin saber
a dónde ir. Llevaba tal dolor que sería imposible contar la décima parte.
Dice la
historia que cuando Remondín dejó a su señor muerto en el bosque, junto al
fuego y al lado del jabalí, cabalgó por el tupido bosque con un dolor digno de
admiración; cabalgó hasta que le envolvió la noche, y era medianoche. Llegó a
una fuente conocida corno Fuente de la Sed, llamada por algunos Fuente
Hechizada, pues antaño ocurrieron muchas aventuras en ella, y aún ocurrían de
vez en cuando. Estaba la fuente en un lugar escarpado y admirable, con grandes
rocas por encima y un hermoso prado a lo largo del valle, más allá del bosque.
La luna brillaba clara y el caballo de Remondín lo llevaba a su gusto, por
donde quería, pues al joven le faltaba la voluntad por la tristeza que tenía,
como si estuviera adormecido. Cabalgó hasta llegar muy cerca de la fuente,
junto a la que se solazaban tres damas; una de ellas era la señora de las
otras. De ésta vamos a hablar, de acuerdo con lo que nos dice la historia.
Ahora
cuenta la historia que el caballo llevaba a Remondín, que estaba pensativo,
triste y cabizbajo por lo ocurrido, por donde quería, sin que él le tirara del
freno hacia la derecha o hacia la izquierda; y el joven ni oía, ni veía, ni
entendía. En tal estado pasó por delante de la fuente en la que estaban las
tres damas, sin verlas, y el caballo se lo llevó rápidamente; entonces, la de
más dignidad dijo a las otras:
—Ese que pasa por ahí parece hombre gentil, pero no lo demuestra, sino que
se comporta como tosco al pasar de tal forma ante damas o doncellas sin
saludarlas.
Decía
esto por disimular, para que las otras no se dieran cuenta de lo que estaba
pensando, pues sabía que era un joven valeroso, tal como oiréis más adelante.
Les dijo a las otras:
—Quiero
ir a hablar con él.
Las deja
y va hacia Remondín; sujetando el freno del caballo, lo detiene a la vez que
dice:
—Vasallo,
gran orgullo o gran necedad os hacen pasar así por delante de doncellas sin
saludarlas, aunque orgullo y necedad pueden estar juntos en vos.
Y a
continuación se calla. El joven, que ni la oye, ni la escucha, no le contesta
una sola palabra. Ella, como enfurecida, vuelve a dirigírsele diciendo:
—¿Cómo,
estúpido señor, sois tan engreído que no os dignáis responderme?
Él no le
contesta una palabra.
—A fe mía
—exclama la dama—, creo que este joven está dormido encima de su caballo, o que
es sordo y mudo; pero creo que voy a conseguir que hable, si es que ha hablado
alguna vez.
Entonces
lo coge por la mano y tira fuerte y firme diciendo:
—Señor
vasallo, ¿estáis dormido?
Remondín
vuelve en sí, como quien se despierta sobresaltado, empuña la espada, pensando
que le atacaban las gentes del conde. Cuando la dama lo ve, se da cuenta de que
hasta entonces no se había percatado de su presencia, y le dice riendo:
—Señor
vasallo, ¿con quién queréis entablar batalla? Vuestros enemigos no están
presentes aquí. Buen señor, yo soy de los vuestros.
Cuando
Remondín oye esto, la mira y observa su gran belleza; se queda admirado y le
parece que nunca vio a nadie semejante. Descabalga rápidamente y hace una
reverencia con cortesía, mientras dice:
—Queridísima
señora, perdonadme la injuria y la villanía que he cometido para con vos, pues
me he portado muy mal: os juro por mi fe que ni os había visto, ni oído hasta
que me tirasteis de la mano. Pensaba en un asunto que me ha llegado al corazón
y le ruego a Dios que me ayude a salir de él.
—Señor,
bien habéis hablado, pues siempre se ha de invocar a Dios para que nos ayude.
Os creo en lo que habéis dicho de que no me habíais oído ni escuchado, pero, ¿a
dónde vais a esta hora?, si es que me lo podéis revelar; si no conocéis el
camino, os ayudaré a encontrarlo, pues no hay vereda ni sendero en este bosque
que yo no sepa a dónde se dirigen; confiad en mí.
—Señora,
muchas gracias por vuestra cortesía. Llevo perdido mi camino la mayor parte de
hoy, hasta ahora.
Cuando la
dama ve que mantiene la reserva, le dice:
—Remondín,
por Dios, de nada os vale guardar el secreto; sé bien qué os ha pasado.
Al oír
que la dama lo llama por su nombre, se quedó tan asombrado que no supo qué
responder; ella, que se dio cuenta de que estaba avergonzado de que supiera
tanto de él, le dijo:
—Por
Dios, Remondín, después de Dios soy yo la que más te puede ayudar y proteger en
este mundo, en tus adversidades, y convertir tu desdicha de mal en bien. De
nada te vale ocultarlo. Sé cómo has matado a tu señor por mala suerte, como si
lo hubieras querido, aunque en ese momento no deseabas hacerlo y sé todas las
palabras que te dijo gracias a sus muchos conocimientos de los astros.
Al oír
esto, Remondín se quedó más asombrado que antes, y le contestó:
—Querida
señora, me decís la pura verdad, pero me pregunto admirado cómo lo sabéis o
quién os ha informado tan pronto.
—Remondín,
no te asombres, pues lo sé y sé que piensas que soy fantasma o que mi figura y
mis palabras son obras del diablo, pero te aseguro que estoy del lado de Dios y
que creo en todo cuanto debe creer una católica; ten por seguro que sin mí y
sin mi consejo no podrás llevar a buen término lo que emprendas. Si me crees,
todas las palabras que te dijo tu señor se cumplirán en ti, con la ayuda de
Dios, y muchas más que no te dijo, pues serás el más poderoso y el mayor de tu
linaje.
Cuando
Remondín oyó las promesas de la dama, recordó las palabras que le había dicho
su señor, y no se olvida del peligro que le acecha de ser desterrado o muerto,
o expulsado de todas las tierras donde sea conocido; decidió entonces confiar
en la dama, pues sólo tenía que pasar una vez el cruel paso de la muerte.
Respondió con humildad:
—Querida
señora, os agradezco la promesa que me hacéis. Sabed que ni por dificultad, ni
por duro que sea, dejaré de hacer, en lo posible, lo que queráis, si es cosa
que pueda emprender un cristiano sin faltar al honor.
—Habéis
hablado bien. Os aconsejaré algo de lo que sólo recibiréis bienes y honra, pero
es necesario que antes me prometáis que os casaréis conmigo. No temáis, pues
estoy del lado de Dios.
Remondín
juró que así lo haría.
—Ahora,
Remondín —añadió ella—, es necesario que juréis otra cosa.
—¿Qué es,
señora? Estoy dispuesto, si es algo que yo pueda hacer.
—Sí, no
os perjudicará. Me juraréis, por todo lo que se pueda jurar, que los sábados no
intentaréis verme, ni preguntaréis dónde estoy. Os juro por mi alma que ese día
yo no hago nada que os pueda deshonrar y no hago sino pensar en cómo aumentar
vuestra valía y vuestro estado.
Remondín
se lo jura así, y entonces la dama vuelve a tomar la palabra:
—Amigo,
os diré lo que tenéis que hacer. No temáis nada; id directamente a Poitiers; al
llegar, os encontraréis con varios que habrán vuelto de la cacería y que os
pedirán noticias de vuestro señor el conde. Decid: ¿cómo, no ha regresado?
Contestarán que no. Responded que no lo visteis desde que la cacería comenzó a
complicarse y que entonces lo perdisteis en el bosque de Colombieres, como les
pasó a los otros, y os quedaréis asombrado como los demás. Inmediatamente
después llegarán los cazadores y gentes suyas, que llevarán en unas parihuelas
al conde muerto; a todos les parecerá que la herida fue causada por los
colmillos del jabalí, y todos coincidirán en que el animal lo mató y que el
conde mató al jabalí, y considerarán que fue muy valiente. Entonces empezará la
aflicción. La condesa, su hijo Beltrán, su hija Blanca, todos, grandes y
pequeños, llevarán luto. Expresad tristeza y vestid de negro como los demás.
Los funerales serán muy dignos, y cuando llegue el momento, los nobles rendirán
vasallaje al nuevo conde. Vendréis a verme la víspera del día en que se deba
celebrar el vasallaje, y me encontraréis en este mismo lugar. Tomad, amigo,
como principio de nuestro amor estos dos anillos de oro que están juntos; sus
piedras tienen una gran virtud: la de uno es que a quien se le dé por amor no
morirá por heridas de arma, mientras lo lleve; la del otro, que le hará vencer
a sus enemigos, si tiene razón, tanto en pleitos como en pelea. Con los anillos
iréis seguro, amigo mío, pues no tendréis que temer nada.
Entonces
se despidió Remondín abrazándola con dulzura y besándola con amor, confiado
totalmente a ella; y ya estaba tan enamorado que consideraba verdad cuanto le
decía y tenía razón al obrar así, según oiréis más adelante, en la historia
auténtica.
Nos
cuenta la historia que Remondín volvió a montar a caballo y su dama le indicó
el camino correcto para ir a Poitiers y lo dejó. Remondín, que estaba muy a
gusto en su compañía, se puso triste, pues hubiera querido estar siempre con aquella
que le había dado tranquilidad. Cabalga hacia Poitiers y la dama vuelve a la
fuente, al lado de las otras dos. Aquí la historia deja de hablar de ellas y
vuelve a hablar de Remondín, que iba a Poitiers.
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