Marchando
una de dragones
I desired dragons with a
profound desire.
(J.R.R. Tolkien)
Los
dragones son fascinantes: atraen y aterran, al mismo tiempo. De hecho, su
nombre procede de un verbo griego, dérkomai,
que significa 'mirar fijamente'. Esta mirada draconiana, que paraliza a su
presa, se aplica en la literatura griega a las serpientes, pero también a otras
criaturas, como las águilas, la Gorgona Medusa o los terribles guerreros
griegos y troyanos que se enfrentan en la Ilíada.
En
griego antiguo, un drákon es una
serpiente real, de las de verdad; pero también esas otras serpientes que
aparecen en los cuentos, leyendas y mitos, y que sobrepasan lo real:
serpentones grandes como castillos, a menudo dotados de alas y de patas, que
arrojan fuego por la boca.
Los
dragones suelen entrar en contacto con los hombres para apoderarse de lo que
estos más valoran y desean: las jóvenes hermosas, las joyas y monedas y el acceso
a recursos naturales (sobre todo, el agua). Se trata, pues, más que de un
encuentro, de un encontronazo en toda regla.
A
menudo, como la Mafia y los estados modernos, el dragón propone a sus vecinos
humanos un acuerdo, que consiste en no devorarlos o reducirlos a cenizas
siempre y cuando le paguen puntualmente cierto impuesto, que suele ser una
joven de gran hermosura. Una de las historias más conocidas sobre dragones, la
de san Jorge, de origen medieval, cuenta precisamente cómo el héroe rescata a
la doncella ofrecida al dragón dándole muerte a este, y después se casa con
ella. En la mitología griega tenemos una historia muy similar, la de Perseo y
Andrómeda.
Al
quedarse con algo que pertenece en justicia a los hombres, el dragón actúa como
un usurpador: alguien que detenta un poder que no le corresponde legítimamente.
Al enfrentarse con él, el héroe restituye por tanto el orden correcto de las
cosas y devuelve a los hombres lo que es suyo. Sin embargo, es frecuente que
las riquezas que han estado mucho tiempo bajo el dominio de un dragón queden
por ello malditas, y que en vez de traer felicidad a los que las reciben,
ocasionen infinidad de conflictos y muertes. Esto es particularmente cierto si
lo que se rescata de las garras del dragón es precisamente un arma (generalmente,
una espada), que todos los valientes del reino intentarán conseguir, matándose
unos a otros para intentar establecer quién es el único que la merece.
El
poder del dragón no reside solo en su enorme fortaleza: el poder fascinante de
su mirada se extiende también a sus palabras, que suelen estar cargadas de una
gran sabiduría, pero también de maldad. El dragón es un ser mucho más longevo
que sus enemigos humanos, y por eso conoce a menudo muchos detalles sobre la
historia del reino y la familia del héroe, que puede revelar cuando le
conviene, generalmente para sembrar discordia y confusión. Si el héroe se deja
dominar por su mirada hipnótica, el dragón puede convencerle para que ataque a
los que hasta entonces eran sus aliados o seres queridos, o hacerle olvidar su
propia identidad.
En
el Silmarillion de J. R. R. Tolkien
se cuenta la historia de Glaurung, un dragón particularmente malvado que hace
que una joven muy hermosa, Nienor, pierda totalmente la memoria; más tarde, ella
se encuentra con su hermano, el gran héroe Túrin, pero ninguno de los dos
conoce la verdadera identidad del otro. Los dos hermanos se enamoran y ella se
queda embarazada. Túrin acaba matando al dragón, pero este, antes de morir,
devuelve la memoria a Nienor: esta comprende entonces que ha concebido un hijo
de su propio hermano, e incapaz de soportarlo, se suicida. Túrin la sigue poco
después.
En
otra obra de Tolkien, El hobbit, un
dragón (Smaug) se ha apoderado del tesoro que pertenece a una familia noble de
enanos. Al intentar recuperarlo, los enanos provocan sin querer que el dragón
ataque a una ciudad cercana, que resulta destruida casi por completo. Aunque el
dragón muere durante esta incursión, las riquezas que han estado bajo su poder
causan después la locura del rey de los enanos y un enfrentamiento horrible
entre varios pueblos (humanos, enanos, elfos) que deberían ser aliados.
Como
los héroes, los dragones, por poderosos que sean, suelen tener un talón de Aquiles (llamado así porque,
efectivamente, el único punto donde se podía herir de muerte a Aquiles era el
talón). Su cuerpo suele estar cubierto de escamas duras como el metal (o
metálicas, directamente), pero hay algún punto que estas no cubren. Otra
posibilidad es que el héroe introduzca su espada a través de la boca abierta
del dragón, llegando así hasta su cerebro.
El
hecho de que el dragón exija como víctima a una joven hermosa (y virgen)
sugiere que no pretende devorarla, sino convertirse en su esposo, algo que no
nos resulta tan extraño si pensamos en la larga tradición de historias sobre
bellas amadas por Bestias que las tienen prisioneras (una historia que tiene
también su versión realista: pensemos en Átame,
de Pedro Almodóvar, donde un loco rapta a su actriz favorita para que llegue a
conocerle mejor y se enamore de él).
Luis
Alberto de Cuenca da una vuelta de tuerca inteligente y muy divertida a estos
amores entre la princesa y el dragón en este poema, incluido en su libro de
1996 Por fuertes y fronteras:
LA PRINCESA Y EL DRAGÓN
Ataban a unos postes de madera
a las chicas más guapas del país
para aplacar la cólera del monstruo.
El pueblo andaba muy soliviantado,
y el rey, que era bastante más demócrata
de lo corriente, dijo a la princesa:
«Te toca, niña mía. No te oculto
que es duro para mí, pero la patria
te llama y no hay remedio. Así que ponte
el traje blanco de los cumpleaños
y ¡a la estaca!» Eso dijo, y la verdad
es que el dragón andaba últimamente
de lo más desalmado: una princesa
tal vez podría sosegarlo un poco.
Dicho y hecho. La niña, en plan Angélica,
pero sin esperanza de Ruggiero,
subió al cadalso que su patriotismo
le imponía. La gente de la calle
dejó de protestar. Y desde entonces
el dragón no salió de su caverna.
Veinte años después, el rey moría
sin descendencia, y el dragón, ya viejo,
se presentó en la corte con su esposa,
dos hijas (rubias como el trigo rubio,
con la piel escamosa y negras alas)
y un grupo de vistosas treintañeras.
Alegaba derechos sucesorios
al trono del país y prometía
cosas como el sufragio universal,
la igualdad ante la ley, las reformas
fiscal y agraria, la enseñanza pública...
El pueblo le entregó inmediatamente
las riendas del Estado. Y la princesa,
más hermosa que nunca, se miraba
en los ojos saltones de su esposo
y se sentía la mujer de Dios.
a las chicas más guapas del país
para aplacar la cólera del monstruo.
El pueblo andaba muy soliviantado,
y el rey, que era bastante más demócrata
de lo corriente, dijo a la princesa:
«Te toca, niña mía. No te oculto
que es duro para mí, pero la patria
te llama y no hay remedio. Así que ponte
el traje blanco de los cumpleaños
y ¡a la estaca!» Eso dijo, y la verdad
es que el dragón andaba últimamente
de lo más desalmado: una princesa
tal vez podría sosegarlo un poco.
Dicho y hecho. La niña, en plan Angélica,
pero sin esperanza de Ruggiero,
subió al cadalso que su patriotismo
le imponía. La gente de la calle
dejó de protestar. Y desde entonces
el dragón no salió de su caverna.
Veinte años después, el rey moría
sin descendencia, y el dragón, ya viejo,
se presentó en la corte con su esposa,
dos hijas (rubias como el trigo rubio,
con la piel escamosa y negras alas)
y un grupo de vistosas treintañeras.
Alegaba derechos sucesorios
al trono del país y prometía
cosas como el sufragio universal,
la igualdad ante la ley, las reformas
fiscal y agraria, la enseñanza pública...
El pueblo le entregó inmediatamente
las riendas del Estado. Y la princesa,
más hermosa que nunca, se miraba
en los ojos saltones de su esposo
y se sentía la mujer de Dios.
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