sábado, 23 de diciembre de 2017

Club de lectura: Cuando la palabra hace cruci (II)



El ironista en la corte de los sabihondos



 La etimología llama a la puerta. ¡La hemos llamado tantas veces en nuestra ayuda! ¿Cómo hemos podido olvidarla esta vez? Viene, nos dice, a darnos su opinión sobre el asunto. ¿La ironía?, dice. ¡Una pregunta! ¡Una docta ignorancia!

Y nos habla de Sócrates. Es el siglo V antes de Cristo y Atenas parece un escenario teatral, lleno de artistas invitados. Son los sofistas: maestros de la palabra que han venido desde tierras lejanas a sacar a los atenienses de su simpleza. Cobran caras sus lecciones, y hay por qué. Un sofista, lo dice la gente, es capaz de volver bueno lo malo y negro lo blanco. Con un sofista de tu parte, puedes convencer al jurado de que si mataste a Fulano, fue por hacerle un favor; y si robaste a Mengano, fue porque daba ya pena verlo agobiado por el peso de tanto dinero. Son abogados, los sofistas, de esos que defienden al culpable con la misma seguridad que al inocente; con mayor entrega, de hecho, pues poco mérito tiene hacer lo fácil y decir lo evidente. No está, en cambio, al alcance de cualquiera volver fuerte el argumento débil: ganar un pulso con la mano rota.

Quizá pienses que, teniendo la razón, no necesitas estas malas artes. Te equivocas. ¿De qué sirve, pregunta el sofista, tener razón si no logras hacer ver a los demás que la tienes? Y le das la razón, porque la tiene. Por otro lado, añade, ¿qué más da no tenerla si puedes convencer a los demás de que la tienes? 

Hay que hacer algo con estos sofistas. Los atenienses sienten gratitud hacia estos maestros de astucia. Pero, bajo su magisterio, la ciudad se ha vuelto de una agudeza insoportable. Todo el mundo miente. O, al menos, no hay ya verdad que circule sin sospecha, sin una sonrisilla. Es como si la sombra que acompaña todas las cosas, su alter ego, se las hubiera zampado en algún momento, y ahora fuera lo que se dice solo un pretexto de lo que se insinúa. Muchos visten ropa blanca / y ¡Dios me guarde! por dentro

¿Qué hacer con estos monstruos? Los griegos vuelven la mirada a sus cuentos y a sus templos, y encuentran allí la respuesta. Para acabar con el monstruo cuya mirada convierte en piedra, solo hay un remedio: el espejo. Rebota, rebota y en tu culo explota. El veneno vertido revierte, vuelve a cobro revertido, y así el que a hierro mata, a hierro muere.

Hay que combatir el humor con la seriedad, y la seriedad con el humor, avisa uno de los sofistas. Si el contrario es chistoso, hay que hacer notar que estamos hablando de algo serio, afearle su frivolidad; pero si se pone solemne, nos reiremos de la importancia que se da y haremos notar lo ridículo de su pose, lo chistoso del caso. 

De entre los atenieses, sin embargo, avanza un hombre, más bien feo, no muy joven, claramente inseguro. Es Sócrates, hijo de Sofronisco. Se ha enterado de que hay en la casa un sofista, uno de esos hombres que sabe más que los peces de colores. Y viene a aprovechar esta magnífica oportunidad de aprender de los que saben. Seguro que el sofista, profesor de todas las materias (todólogo, diríamos hoy), tendrá piedad de un alumno tan torpe y se avendrá a solucionar sus dudas. 

Y son dudas tremendas. Duda Sócrates, para empezar, si es lo mismo enseñar algo que convencer a alguien de que ya sabe lo que hay que saber sobre ese tema. Si convencemos al enfermo de que ya se ha curado, ¿desaparece su enfermedad? Si pasamos a llamar ciruelo al manzano, ¿nos dará ciruelas? El sofista, en fin, ¿es un hombre que sabe, un sabio, o alguien que ha aprendido a explotar la ignorancia ajena? 

Nace así la ironía socrática, madre, nos dice el etimologista, de todas las demás. Sócrates no finge al declararse ignorante: como él mismo nos dice, solo sabe una cosa: que no sabe nada. Pero finge a conciencia cuando interroga a los sofistas, haciendo ver que los respeta y que desea aprender algo de lo mucho que saben. Sus preguntas tienen todas una punta escondida, y bajo su interrogatorio, el sofista se va arrugando, cual Mago de Oz, hasta terminar reconociendo que él no sabe curar, ni llamar a las cosas por su nombre, ni siquiera ayudar a alguien a decidir qué es lo justo. 

Contra el humor sardónico, resabidillo, como de hiena, del sofista (ese hombre que no puede evitar reírse de sus propios chistes), Sócrates utiliza, a modo de espejo, otro tipo de humor: el del simplón al que no puedes engañar con truquillos y sutilezas. Y es de ese hacerse pasar por tonto, de esa docta estulticia, de donde manan las aguas de todas las ironías futuras.  

Es un juego peligroso. Sócrates, el salvador de los atenienses, lleva un espejo que utiliza para reflejar al sofista al que quiere destruir. Pero la multitud mira el espejo y ve al monstruo. Sócrates les parece un sofista más, y acaso el peor. Después de todo, los otros son extranjeros, pero él es ateniense: ¿qué hace jugando a esas cosas?; peor aún, los otros cobran, así que solo dan clase a quien lo pide y puede pagarlo. Sócrates, en cambio, importuna con sus preguntas a todo el que se le pone por delante. No solo azuza a los sofistas. Cualquiera que crea saber lo que son las cosas (y de esos, ¡cuántos hay!) es objeto de sus interrogatorios. Si te oye decir, por ejemplo, que Fulano es un héroe, un valiente, te preguntará en qué consiste eso de ser valiente. Pues en no tener miedo, le dirás. Y entonces él te preguntará: entonces, ser valiente es ser temerario, ¿no? No ver venir el tren que te va a llevar por delante. O quedarte a esperarlo, porque es de cobardes esquivar el peligro. ¡En modo alguno!, le dirás. Pero entonces tendrás que aceptar que los valientes, los héroes, son también miedosos. Y quién sabe dónde acabará la conversación.

Sócrates, por si acaso, acabó condenado a muerte. Una densa ironía que prefigura la muerte en la cruz, unos siglos después, del Mesías que venía a salvar a Israel de su decadencia, y que importunó tanto a los que venía a salvar que estos prefirieron no salvarse y quitarlo más bien de en medio, humillándolo de paso a conciencia, dándole a beber vinagre como a Sócrates le dieron a tragar cicuta y escribiendo a modo de escarnio en la cruz donde pensaban que se pudriría un epitafio irónico, infamante: Iesus Nazarenus, Rex Iudaeorum. Una ironía que resultaría ser cierta. Porque también las ironías son irónicas y saben darse la vuelta. O sea, ponerse al derecho.

viernes, 22 de diciembre de 2017

Club de lectura: Cuando el texto hace cruci

Palabrita del Niño Jesús


Muchas cosas le cabe hacer a un texto. Hacer maravillas, por ejemplo; pero también, hacer aguas (mayores o menores): naufragar. Venirse abajo o arriba. Hacen los textos lo posible; pero no es raro, ya lo hemos visto,  que intenten también lo imposible: nombrar una cosa por su nombre verdadero, lograr que lo dicho se cumpla por el mero hecho de decirlo; despertar a los muertos, crear una rosa azul, cuadrar el círculo...

Decir una cosa y otra es una de esas cosas que ciertos textos han aprendido hacer. Decir, de hecho, una cosa —pero dar a entender, sin nombrarla, su contraria. Como en aquellos oxímoros y paradojas (sobre los que volveremos), que nos ofrecen hielo ardiente, instantes eternos, monedas sin valor, un subterráneo cielo... así la ironía nos trae síes que son noes, ahoras que son nuncas. Nada se perdona peor que un favor, dice la paradoja; hay favores imperdonables, coincide el oxímoro; nunca olvidaré lo que has hecho por mí, asegura la ironía: ¡y tú tampoco!

¿Dónde aprendieron las palabras estas artes? Probablemente las hallaron en cualquier parque o patio de escuela. Yo no he sido; ¡lo juro!, dice el niño; pero a su espalda, donde la espalda pierde su casto nombre, dos dedos se cruzan, como sendas tijeras que hacen trizas el juramento. Ojo a esos dedos. Los hallaremos, convertidos en emoji, en jetilla, en cualquier mensaje de las redes sociales. ¡Pero qué fea eres! ¡Te odio!, comenta la mejor amiga a la chica que sube, afanosa, su mejor yo a Instagram. ¿Aparece un smiley? Lo suponemos, si no. Hay ironías tan repetidas que han perdido en algún momento la marca que las delataba como tales. La señal se ha vuelto invisible, diluida en el contexto, la situación. Está, pero no está; no está, pero hay que contar con ella.

No es cosa que la lengua misma no sepa hacer. Nunca he visto una cosa así, dice primero el hablante, con ese adverbio de tiempo que es también una negación, un modificador oracional. En mi vida lo he visto, insiste, diciendo lo mismo. Pero esta segunda vez ¿dónde ha ido a parar la negación? En mi vida, de repente, ha venido a decir nunca, que es exactamente su negativo. La sintaxis nos permite estos juegos; si es que no es ella la que juega con nosotros, convirtiendo el oro en plomo y viceversa, cual traviesa alquimista.

Hay seres, en fin, literalmente marcados por la ironía. Su nombre o su apodo les acompaña como un calcetín del revés: una antífrasis. Ahí viene el Simpático, decimos. La alegría de la huerta. Glukadion, 'dulcecito', llamaban los griegos de antaño al vinagre.

domingo, 17 de diciembre de 2017

Soñé que tú me llevabas (Antonio Machado)

Laura Gómez y Estela Rodríguez nos traen este romance de Antonio Machado, uno de los poemas más conmovedores que escribió tras la muerte de Leonor.




Soñé que tú me llevabas
por una blanca vereda,
en medio del campo verde,
hacia el azul de las sierras,
hacia los montes azules,
una mañana serena.
Sentí tu mano en la mía,
tu mano de compañera,
tu voz de niña en mi oído
como una campana nueva,
como una campana virgen
de un alba de primavera.
¡Eran tu voz y tu mano,
en sueños, tan verdaderas!…
Vive, esperanza, ¡quién sabe
lo que se traga la tierra!

miércoles, 6 de diciembre de 2017

Tutankabrón o el arte del peligro


El 10 de noviembre tuvimos en el Club de Lectura un invitado singular, o quizá dos: Sergio Barrabí, flautista y alumno en otro tiempo de nuestro instituto, y su alter ego Tutankabrón, temido rapero de la escena extremeña. Invitamos a las buenas gentes del Club a preguntarle a Sergio y a Tutan todo lo que quisieran; y este fue el resultado.


jueves, 30 de noviembre de 2017

Club de lectura: Escribir entre líneas (II)



Ver sin ver; sentir sin saber.


Servant of fame
or fame for a servant;
you see what you see,
you see seldom what is.

No hay forma más eficaz de no ver una cosa que creer que la estamos viendo. Alguien a quien no le atraen los insectos, ve uno de ellos y ve un bicho (una criatura molesta, pegajosa, parásita, de la que no hay más que saber, y con la que solo cabe hacer una cosa: pisarla o echarle encima una nube crematoria de insecticida). Un entomólogo, en cambio, sabe ver en ese bicho mil cosas. Y cuanto más llegue a meterse en el mundo de los insectos, más consciente será de hasta qué punto cada uno de ellos es, como cualquier ser vivo, una combinación de infinitos rasgos que jamás se acabarían de conocer ni ver.

Así pues, acercarse de veras a cualquier cosa pasa por dejar de creer que sabemos suficiente sobre ella: es decir, que sabemos de hecho lo que es. Esto es cierto de seres vivos o de piedras (preciosas o comunes); pero también de emociones y experiencias. Uno puede creer que sabe, por ejemplo, lo que es la Muerte: pero cuando el médico le dice que le quedan solo unos días de vida, o cruza distraído la calle y está a punto de que lo atropelle un coche, o regresa a casa para descubrir que alguien muy querido (quizá una mascota; quizá un familiar) se ha ido para siempre, solo entonces percibe todo lo hiriente y amargo que había detrás de esa palabra, como un objeto frío que uno intenta en vano calentar y que, por el contrario, cuanto más lo tocas, más se queda tu calor, sin devolverte a cambio otra cosa que dolor y desesperanza.

¿Entiende entonces uno de veras la Muerte? ¡Al contrario! Siente más bien, muy vivamente, lo falsas que eran las ideas que se había hecho sobre Ella, y cómo entre esas ideas y la de Muerte de verdad hay la misma distancia que entre la vacuna y la epidemia, o entre una caricia y un golpe capaz de romperte una pierna. 

Se trata, pues, de sentir lo que hay debajo de las palabras. Algo que mucho más antiguo que las palabras mismas, y que ha dado origen a estas. Múltiples palabras en diferentes lenguas. La cosa, lo que hay debajo de esas palabras, se deja llamar por cualquiera de ellas; pero no se casa con ninguna. Cuando escuchamos una de ellas, podemos creer, erradamente, que accedemos a la cosa; pero en realidad nos quedamos en su idea: es decir, en una copia muy debilitada e imperfecta (cuando no directamente corrupta e inexacta) de aquello a lo que la palabra alude. Rosa, decimos. Pero la palabra no tiene la fragancia ni el color de la rosa; y la idea que se despierta en nuestra mente al oírla es también pálida, desvaída y carente de aroma si la comparamos con cualquier rosa de veras. 

¿Cómo puede la poesía llevarnos a sentir las cosas, con una intensidad que sobrepasa con mucho al mero hecho de nombrarlas? Descartada la posibilidad de decir, por ejemplo, dolor (como quien dice pan o vino), puede hacernos sentir ese dolor que no nombra escribiendo, por ejemplo:

No hay extensión más grande que mi herida.

Ante esa extensión sin fronteras, sentimos, sí, ese poder lacerante que tienen algunas cosas para impedirnos sentir todo lo que nos hace felices y obligarnos en cambio a sentir que ellas están ahí, haciéndonos mal, con pleno acceso a nuestras partes más sensibles y sin ninguna intención de marcharse, ocupándolo todo. Pues eso es el dolor: un invitado indeseado y desconsiderado que no quiere irse, la sensación de que algo dentro de nosotros está mal y de que todo lo que en nosotros no es ese algo se siente amenazado y atacado por ello.

Así pues, la palabra poética actúa como el gato que se acerca a nosotros fingiendo, precisamente, que no se acerca a nosotros (sino que va, un suponer, a la cocina) hasta que cae, deliciosamente, sobre nosotros, rozándose contra nuestra pierna o dejando que seamos nosotros quienes creamos que hemos tenido la ocurrencia de acariciarlo. Para poder decir las cosas de forma eficaz, tiene, sobre todo, que no decirlas, o al menos ocultar su intención de hacerlo.

Así, la chica a la que otra le escribe en su carpeta esta cariñosa dedicatoria:

Para
Una
Tierna
Amiga

tarda en entender que debe leer las letras iniciales de arriba a abajo. El insulto resultante y oculto tiene, así, una fuerza que no lo tendría si se hubiera planteado a las claras (no solo nos llaman ramera, sino también tonta, por no haber visto que era eso lo que nos llamaban, y que lo otro, el halago, era solo un engañoso rodeo). Por otra parte, la sensación de que nos acaban de insultar va unida paradójicamente a la alegría del que se descubre inteligente, capaz de ver más apariencias, de descifrar la clave. Quien nos insulta de este modo nos hace cómplices de su juego, nos invita a hablar de otra manera, a decir una cosa diciendo la contraria, a ir más lejos del elogio vulgar y simplón. Nos hace, pues, un regalo. 

Lo que se nos regala en este ejemplo es la técnica del acróstico, utilizada muchas veces para decir de refilón (literalmente) lo que no se podía o quería decir a las claras. Fernando de Rojas declara así, en acróstico, su autoría (parcial) de la Celestina en los versos que abren la obra:
EL BACHILLER FERNANDO DE ROJAS ACABÓ LA COMEDIA DE CALISTO Y MELIBEA Y FUE NASCIDO EN LA PUEBLA DE MONTALBÁN.

Miguel de Unamuno 'elogia' así al dictador Primo de Rivera en un famoso soneto:

Paladín de la patria redimida,
Recio soldado que pelea y canta,
Ira de Dios que cuando azota es santa,
Místico rayo que al matar es vida.

Otra es España, a tu virtud rendida;
Ella es feliz bajo tu noble planta.
Sólo el hampón, que en odio se amamanta,
Blasfema ante tu frente esclarecida.

Otro es el mundo ante la España nueva;
Rencores viejos de la Edad medieva
Rompió tu lanza, que a los viles trunca.

Ahora está en paz tu grey bajo el amado
Chorro de luz de tu inmortal cayado.
¡Oh, pastor santo! ¡No nos dejes nunca!

Se dice una cosa; pero no se dice (pero está) otra, que es la que de verdad importa. Ese decir sin decir es una forma de pronunciar (por sorpresa, de estrangis) el nombre verdadero de las cosas. Como veremos en otra sesión, la ironía, la alegoría y la parábola son otras formas de decir una cosa diciendo otra, de rodear con lo que se dice lo que no se dice pero se sugiere.

Con ellas se abre un camino que lleva a formas más radicales de decir desdiciendo. La metáfora se convertirá en símbolo, que apunta en dirección a una coordenada que permanece sin enfocar, borrosa; o quizá en múltiples direcciones al mismo tiempo. Llegará un momento (el de la escritura automática) en que serán las propias cosas las que se digan a través del poeta sin que este sepa qué está diciendo.

martes, 21 de noviembre de 2017

La caja de Pandora: El pobre caritativo (Gonzalo de Berceo)

Iniciamos la temporada 2017-18 de La caja de Pandora con uno de los milagros de Gonzalo de Berceo, recitado en esta ocasión por Paula García y Guadalupe Jiménez, de 1º de Bachillerato D.


lunes, 20 de noviembre de 2017

Club de lectura: Escribir entre líneas (I)





Las cosas, por su nombre. O no.

Al pan, pan y al vino, vino, dice el refrán. Pero ¿sabe el pan que se llama pan? Según nos aclaran los lingüistas, las palabras son signos cuya apariencia (el significante) no guarda ninguna relación con su interior (el significado). No se parece nada el pan a pan, como no se parece a bread o a ψωμí (pan, en griego). 

No hay, pues, tal cosa como un nombre verdadero, claro, natural de las cosas. O, al menos, si hay un nombre verdadero de las cosas, lo único que sabemos con certeza sobre él es que no es el nombre con el que cada tribu de humanos se refiere a ellas en su lengua particular (sea el inglés o el swahili). Las cosas (qué remedio) se dejan llamar por nosotros. Nos escuchan, quizá; pero no responden.

¿Hubo, habrá alguna vez un nombre verdadero de las cosas? No pocos mitos, leyendas, historias fantásticas, hablan de esto. Los magos, nos dice una de ellas (Un mago de Terramar, de la gran Ursula K. Le Guin), aprenden en su Escuela el nombre verdadero de las cosas, la fórmula mágica que sirve para que estas se den por aludidas y nos hablen a su vez, respondiendo a nuestras preguntas (Ondas de mar de Vigo, / ¿si vistes meu amigo?) y ejecutando, incluso, nuestras órdenes. 

Es un sueño, claro. Pero los sueños tienen su importancia. Son una síntesis muy poderosa de nuestros deseos y temores. Y, curiosamente, también en ellos están ¿escritos, compuestos?, más veces sí que no, en algún tipo de clave, que sabios como Artemidoro y Sigmund Freud han intentado descifrar.

¿En qué lengua podrían estar esos nombres veraces de las cosas? Descartadas las lenguas humanas conocidas, solo queda pensar en otras que nunca existieron, o que se han olvidado: la lengua, por ejemplo, que Dios enseñó a Adán y Eva para que pudieran charlar con él, y que Adán utilizó para ponerles nombre a los animales. Una lengua que se perdió cuando los obreros de la torre de Babel ofendieron a Dios con su deseo de subir por la torre, como por una escalera, hasta el cielo. Tras confundir las lenguas de todos ellos, se inaugura la era de las lenguas modernas, que parece que nombran las cosas, pero en realidad redirigen todas a un árido y desolador 404. 

Otras lenguas hay más o menos perdidas, que solo conocen los sabios, aquellos que se mueven por el pasado como si siguiera, de algún modo misterioso, presente. El latín, en especial, ha seducido a muchos de los que buscaban un nombre mejor, más noble, para las cosas. Linneo, el creador de la nomenclatura científica con la que nombramos a los diversos animales y plantas, les fue poniendo a todos nombre en latín: así, de un simple gato doméstico sacó un Felis silvestris catus; de un ciruelo, una Prunus domestica. Todavía en Hogwarts muchos nombres de conjuro son, simplemente, palabras latinas pasadas por la mente un tanto traviesa y olvidadiza de J. K. Rowling (que, por lo que vemos, no siempre asistió con el fervor de Hermione a sus clases de latín): Leviosa (de levo, levantar), Petrificus Totalus, Desmaius, Nox, Crucio...

La poesía, en fin (y, confesémoslo, a eso íbamos) también conoce su propia utopía léxica, el anhelo de una palabra de poder, mágica, capaz de eliminar la distancia entre el nombre y lo nombrado. Juan Ramón Jiménez, que se veía a sí mismo como un poeta pero también (y por eso mismo) un sacerdote pagano de la Belleza, escribió por ejemplo este poema, en que le pide a la Inteligencia (que aunque no lo parezca fue también un dios pagano: el Nous) que le dé las contraseñas secretas del mundo.

¡Inteligencia, dame
el nombre exacto de las cosas!
… Que mi palabra sea
la cosa misma,
creada por mi alma nuevamente.
Que por mí vayan todos
los que no las conocen, a las cosas;
que por mí vayan todos
los que ya las olvidan, a las cosas;
que por mí vayan todos
los mismos que las aman, a las cosas…
¡Inteligencia, dame
el nombre exacto, y tuyo,
y suyo, y mío, de las cosas!

No escribía Juan Ramón en latín o en élfico, sino en un castellano (a veces, andaluz) que, jotas aparte (jigante, Jorje, jenio), no era en principio distinto del de sus contemporáneos (ni del nuestro).  Tampoco inventó, como Tolkien u otros creadores de mundos, una o varias lenguas propias que solo él pudiera utilizar o entender. Sus milagros, muchos o pocos, los hizo con el español corriente y moliente. 

¿Cómo entender, entonces, esta referencia a un nombre exacto de las cosas que no sería una etiqueta pegada a ellas, sino la cosa misma: como una ubicación de Google Maps que permite al que la recibe ir directamente a las cosas? Un nombre que, si ha de servir para empresa tan ambiciosa, no puede ser propiedad exclusiva de nadie (ni de las cosas mismas, ni del poeta ni de sus lectores), sino que ha de ser común a todos ellos. 

Digámoslo ya: para JRJ, este lenguaje secreto, distinto al idioma en que nos comunicamos normalmente, y formado sin embargo por las mismas palabras que este, no es otro que la palabra poética; o dicho, de otro modo, la poesía misma.

Como un Doble del lenguaje corriente, la poesía utiliza las palabras de tal modo que las hace (¿o les permite?) hacer lo que normalmente no pueden: establecer una relación directa con aquello de lo que hablan. El lenguaje normal nos permite nombrar una rosa, y aludir a ella; la palabra poética nos permite, en palabras de Vicente Huidobro, hacerla florecer en el poema, es decir, hacer un poema de algún modo, sin dejar de ser un grupo de palabras, tenga el colorido, el aroma y el misterio de una rosa. Si la operación mágica es correcta, no tenemos la sensación de estar ante 'un poema sobre la rosa', sino de una rosa hecha poema, hecha palabras, verbalizada.
¿Es esto de veras posible? Bueno, no cabe duda de que es soñable. Y de que detrás de muchos poemas o imágenes especialmente memorables late este deseo de acercarse a las cosas de una manera mucho más íntima y directa de lo que normalmente es posible, a través de un uso peculiar, poético, de las palabras. Un decir que, como vamos a ver, se parece poco o nada a la idea popular de 'llamar a las cosas por su nombre'; se trata, por el contrario, de abrir por procedimientos imprevistos una brecha en la pared que generalmente nos separa de las cosas, y que no es otra cosa que la creencia en que sabemos lo que son, y en que ese saber es todo lo que saberse puede sobre ellas.