jueves, 19 de septiembre de 2013

Cultura clásica: un campo de ruinas encantadas (III y final)






Sucede que esto que pasa con las piedras, con las ruinas que se pueden ver, pasa también con las palabras, con las más comunes y vulgares que podáis imaginar. Por ejemplo, la palabra inventar. Todos sabemos lo que significa. Pero hay una parte oculta de su significado: significa lo que todos sabemos, pero también significa algo más. Inventar viene de una palabra latina (como si dijéramos, élfica: la lengua de los siete reyes moros de Mérida), invenire, y su significado primitivo es encontrar. Recordemos lo que le pasaba a Tolkien: cuando inventaba la lengua élfica en realidad lo que estaba haciendo es escarbar debajo de la lengua inglesa para encontrar (invenire) esa otra lengua más antigua y secreta.

Resulta, entonces, que un invento no es algo que viene de la nada: es más bien algo que ha estado siempre ahí, como una palabra que tenemos en la punta de la lengua. Y de repente alguien descubre que eso estaba ahí (por ejemplo, que se podía usar el agua para mover una rueda: la máquina de vapor), y eso es un invento, algo que podía ser. El inventor ha encontrado la manera de conseguir que eso sea verdad, que todos lo podamos ver y tocar.

Pero eso es sólo el principio. Todos sabemos que debajo de la cáscara, quizá no muy apetitosa, de una naranja se oculta la verdadera fruta, su pulpa y su zumo. Pero las palabras y las ruinas se parecen más bien a una cebolla: detrás de la piel exterior no hay una fruta, sino siempre nuevas pieles, nuevas capas. Por ejemplo, detrás de la palabra inventar estaba invenire, “descubrir, encontrar”. Pero también hay algo detrás de invenire, otra capa de la cebolla.

Resulta que invenire es una palabra derivada, como si dijéramos una palabra que viene de otra, una palabra hija. La madre de invenire es la palabra venire, “venir”. Para construir invenire lo que los latinos hicieron fue añadir al verbo venir la preposición in, que significa en, pero también hacia. Decir de algo que invenit significa, entonces, que ese algo viene hacia nosotros: no es tanto algo que nosotros buscamos, sino algo que de repente se nos aparece, se nos insinúa, se nos ocurre, para picar nuestra curiosidad y que nos pongamos a investigar. Quizá es una piedra que sobresale de la tierra, quizá una palabra que significa más de lo que parece, quizá una idea genial (utilizar el agua para hacer funcionar un motor) que después tenemos que desarrollar.

En todo caso, lo que viene a nosotros, lo que se nos ocurre, es siempre sólo una punta de la que tenemos que tirar. El mundo nos da una pista (entra en el agua y no se moja; no es sol ni luna ni cosa ninguna); pero somos nosotros los que tenemos que resolver la adivinanza (¡la sombra!).

Otra manera de verlo es ésta: nos dan una semilla; pero nosotros tenemos que regarla para averiguar si se trata de una rosa, de un dondiego, de cáñamo índico. Averiguar si se puede comer o no, qué tipo de flores da, qué sucede si la fumas…

Esto es lo que hacen los jardineros y los agricultores: toman las semillas que la naturaleza les da y con paciencia averiguan qué se esconde en ellas. Cultivar la tierra significa eso: resolver el enigma de las semillas. Lo que sembramos es un cultivo. A lo mejor estáis ya sospechando que estas palabras (cultivar, cultivo) tienen algo que ver con esa otra palabra que da nombre a la asignatura: cultura. Y así es: en nuestro peculiar élfico, en la lengua latina, cultura es el acto de cultivar. Sólo que el campo al que se refiere la palabra cultura no es otro que nuestra propia mente o espíritu: somos nosotros mismos.

Antes he dicho que una semilla es una adivinanza, que hasta que no la plantas no sabes qué se oculta en ella. Pero esto también es una media verdad. La otra mitad es que también la tierra es una adivinanza. Todos sabemos que no hay dos árboles iguales, dos sauces iguales, aunque las semillas que les han dado vida sean idénticas. La tierra en la que crece la semilla, las sales y minerales, la cercanía o no a un río, las corrientes subterráneas, etc., son lo que hace cada árbol único, diferente.

Pasa igual con el estudio de las ruinas, de las palabras, del latín… Cada uno de nosotros es una tierra a cultivar, y no sabremos lo que da de sí hasta que pongamos manos a la obra. Además, no es todo tan sencillo como echarnos semillas: muchas veces, lo que el estudio (o simplemente la vida) hace es regarnos, echar agua. Porque nosotros llevamos ocultas nuestras propias semillas, y lo que nos enseñan desde fuera no busca otra cosa que despertarlas…

Cultura, entonces, es cultivarse: arriesgarse a averiguar qué es lo que damos de sí, de nosotros mismos. Investigarnos para conocernos mejor; o para darnos cuenta de que, por más que excavemos (escarbemos) siempre habrá más, una parte asombrosa (asombrada) de nosotros mismos que todavía desconocemos.

miércoles, 18 de septiembre de 2013

Cultura clásica: un campo de ruinas encantadas (II)






Para inventarse el élfico, y el mundo en el que los elfos vivieron, la Tierra Media, Tolkien siguió un método muy particular. Le parecía que detrás de algunas palabras de la lengua inglesa había una historia oculta: que esas palabras no procedían en realidad de la lengua de los hombres, sino de una lengua mucho más antigua; y que tirando de esas palabras (palabras como Earendil, por ejemplo) se podía ir sacando la lengua mágica de la que procedían.

Si os dais cuenta, todas estas historias son la misma historia, del mismo modo que, cuando empiezas a excavar en un campo de ruinas, las piedras sueltas que había aquí y allá resultan ser piezas de un mismo puzzle: por ejemplo, almenas de una enorme torre cuya mayor parte permanece escondida bajo tierra, arcos de un teatro sumergido.

También podéis pensar en lo que pasa cuando, ya despiertos, recordáis de repente algún detalle de vuestros sueños: por ejemplo, una puerta cerrada en mitad de una habitación oscura, por debajo de la cual se filtra un brillo misterioso. Tirando de ese recuerdo, empezáis a sacar el sueño, como el pescador que tira del hilo para sacar el pez, como el primer verso que se le ocurre a un poeta y del cual saca después un soneto o un romance.

¿Qué es esa dimensión maravillosa, esa memoria sumergida en la que se oculta la parte invisible de las cosas? En rigor, no la conocemos: sólo vemos las piedras sueltas que salen de la tierra, unas pocas palabras en élfico o en latín, una piedra de colores que alguna vez formó parte de un mosaico. Por eso tenemos que esforzarnos por tirar de ese hilo e ir sacando lo que se oculta tras las apariencias.

Por ejemplo, hace más de un siglo alguien empezó a excavar (a escarbar) en Mérida un conjunto de piedras muy raras, de ruinas. Los lugareños se habían dado cuenta desde hace mucho tiempo de que aquél era un lugar especial, encantado. Eran sólo siete piedras: y las llamaban Las Siete Sillas, porque decían que allí se habían reunido hace mucho tiempo siete reyes moros para deliberar sobre el destino de la ciudad.

Hoy sabemos que en realidad esas Siete Sillas eran sólo la punta del iceberg, y que tirando de esa punta fue apareciendo el teatro romano más bonito y mejor conservado de la Península. Pero la leyenda, a su manera, no mentía: quien por primera vez habló de las Siete Sillas adivinó que allí había un gran enigma, y que quien fuera capaz de solucionarlo averiguaría mucho sobre el destino de la ciudad y de quiénes la habían construido. Reyes moros, los llamó: pero es que en las tradiciones populares los moros son muchas veces como los elfos, criaturas extraordinarias que vivieron hace mucho tiempo en nuestros campos y nos han dejado un montón de tesoros encantados ocultos bajo la tierra.

martes, 17 de septiembre de 2013

Cultura clásica: un campo de ruinas encantadas (I)






Es un tópico feliz ese de que nada es lo que parece. Su verdad queda tal vez más clara si lo desarrollamos un poco: no es que las apariencias engañen; es que no dicen toda la verdad.

            ¿Dijiste media verdad?
            Dirán que mientes dos veces
            si dices la otra mitad,

como escribió don Antonio Machado.

Imaginemos, por ejemplo, en mitad de un campo de Extremadura, un paisaje de piedras (ni seis ni ocho: siete) que asoman entre la tierra y la hierba, entre campos de cultivo y pastos, uno de esos donde el viento, según dice el poeta, escapa a sus insomnios, silbando en la noche su enigmática melodía.

¿Por qué nos resultan tan sugestivas las ruinas, los restos de otro tiempo en que la vida pudo ser de otro modo? Siete piedras mal dispuestas, solo es eso y nada más, podría decir el viajero. Y siete piedras son, la ruina de un propósito, casi nada: del mismo modo que un iceberg puede ser una pequeña elevación de hielo que flota sobre las aguas. Pero, ¿qué hay debajo de ellas? Lo que vemos, nos dicen los estudiosos, es algo menos de un tercio (20%) de la inmensa montaña de hielo que las olas arrastran de aquí para allá. Sin embargo, es la parte invisible la que fundamenta el iceberg, la raíz de la que brota su arquitectura helada.

Hay algo seductor en esa imagen de algo que emerge sin aviso de la tierra o de las olas, trayéndonos el recuerdo de una Atlántida, de un mundo que ha estado oculto muchos años, pero que de repente se demuestra más duradero y resistente que la arena o las aguas que lo sumergieron (parecía que para siempre) en el olvido.

Muchos de vosotros conoceréis la historia de El señor de los anillos: habréis oído hablar de la película, habréis tenido la suerte de verla, y algunos la suerte todavía mayor de perderos (y encontraros) entre las páginas del libro de Tolkien.

Pues bien: hay una relación muy directa entre este libro y la historia que estoy intentando sugeriros, lo que hay detrás de ese nombre, Cultura Clásica. El propio Tolkien nos la contó en una de sus cartas.

Resulta que JRRT (John Ronald Reuel Tolkien) era profesor de inglés, de lengua y literatura inglesas, en la universidad de Oxford: en realidad, enseñaba anglosajón, una forma medieval de inglés. Cuenta una cosa que todos los profesores hemos vivido: que dar clase es una de las experiencias más bonitas que se puedan tener; pero en cambio corregir exámenes es un aburrimiento de los que ponen a prueba a Job y a su madre. Por eso, cuando se encontraba un examen en blanco o casi en blanco, en vez de maldecir al estudiante por lo poco que había trabajado, respiraba con alivio. Y a menudo pasaba que la hoja en blanco del examen empezaba a darle ideas, cosas que se le ocurrían y que él mismo no terminaba de comprender. Por ejemplo, un día, le dio por escribir en una de esas hojas: En un agujero en la tierra vivía un hobbit…

¿Qué es un hobbit?, preguntaréis. Y eso mismo se preguntó Tolkien. De esa frase enigmática y del intento de responderla salió la novela El hobbit, una de las historias más hermosas y absorbentes que se hayan escrito jamás.

La historia que hay detrás del resto de su obra tampoco tiene desperdicio. Tolkien cuenta que un día se le ocurrió de repente una frase en la lengua de los elfos, en élfico, una lengua que hasta entonces él mismo ignoraba. Traducido al castellano la frase dice: Una estrella brilla en la hora de nuestro encuentro. Pero suena mucho más bonito en élfico: elen síla lúmenn’ omentielvo.

Sucede que, como todo el mundo sabe, los elfos, lo mismo que los duendes o las hadas, no existen; tampoco la lengua élfica. Así que Tolkien tuvo que inventárselos ambos, a los elfos y al élfico; y tuvo que imaginar también en qué momento, en qué situación, pudieron algunos elfos, o personas que hablaban élfico, llegar a decirse esas palabras tan hermosas. La historia que cuenta cómo se llama El señor de los anillos.