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lunes, 12 de noviembre de 2012

Azares del cazador (IV): La Cierva Blanca



Guiguemar [protagonista de uno de los lais, poemas narrativos, escritos por María de Francia en el siglo XII] es un joven que ha decidido no amar. Hasta que un día se adentra por el bosque para cazar y dispara una flecha a una cierva blanca que de pronto ve salir entre los matorrales. La flecha hiere mortalmente a la cierva, pero vuelve atrás y hiere a su vez a Guiguemar en un muslo. Este cae herido junto a la cierva, que entonces le habla y le dice su destino, de una manera que recuerda a una maldición y que se asemeja al geis céltico. Su herida nunca sanará, a menos que ame a una mujer. Aunque sea en una relación inversa, se da aquí una coincidencia entre la interioridad del sujeto (no amar) y el curso de los acontecimientos, y es en esa coincidencia donde reside lo maravilloso de la aventura, y por lo que el acontecimiento se convierte en signo repleto de significado para quien lo vive. 


(Victoria Cirlot, Figuras del destino. Mitos y símbolos de la Europa Medieval, Siruela, pág. 48)

Azares del cazador (III): Melusina


De cómo Remondín encontró a Melusina
(Jean d’Arras, Melusina o la noble historia de Lusignan,
escrita entre 1387 y 1392; traducción de Carlos Alvar,
Madrid: Siruela, 1992, pp. 11-18)

Al día siguiente, el conde Aimeric salió de Poitiers con gran acompañamiento de caballeros y de nobles; a su lado se mantenía siempre [su sobrino] Remondín, que montaba un rápido corcel, ceñía espada y levaba la pica al hombro.
Llegaron al bosque y empezó la cacería. El jabalí era fiero y bravo, acabó con varios lebreles y alanos, y huyó por el bosque que era muy abrupto; entonces empezó el acoso con los voceadores, pero el animal no temía nada y respondía de tal forma que no había perro tan atrevido que osara acercarse, ni cazador tan valiente que le atacara; llegaron los caballeros y escuderos, pero ninguno se atrevió a descabalgar para enfrentarse con él. Entonces el conde dijo en voz alta:
—¿Cómo? ¿Este hijo de cerda nos va a asustar a todos?
Cuando Remondín oyó a su tío, se avergonzó, saltó del corcel con la pica empuñada y atacó al jabalí rápidamente, golpeándole en el pecho con toda su fuerza. El animal se revuelve y lo tira de rodillas, pero él se pone en pie con valor y decisión y se prepara para clavarle la pica otra vez; pero el jabalí se gira y emprende la huida, de forma que no hubo perro, caballero, ni nadie que no perdiera el rastro y la vista del animal, a excepción del conde y de su sobrino, que había vuelto a montar y lo perseguía por delante de todos a tanta distancia que su tío temía que el jabalí le atacara y por eso grita:
—¡Buen sobrino, deja estar la pieza! Maldito sea quien nos la anunció, pues si este hijo de cerda os ataca, nunca más tendré alegría.
Remondín, que estaba excitado y que no se preocupaba por su vida, ni por la suerte o desgracia que le pudiera sobrevenir, persigue al jabalí con su rápido caballo, y el conde sigue sus huellas o lo ve de lejos.
¿Para qué serviría continuar hablando? Los caballos empezaron a cansarse y a quedarse rezagados, menos los de Remondín y Aimeric. que siguieron en el acoso hasta que se hizo noche cerrada.
Entonces se detuvieron bajo un gran árbol, y le dice el conde a Remondín:
—Buen sobrino, nos quedaremos aquí hasta que salga la luna.
—Como digáis, señor.
Descabalgó, tomó su pedernal y encendió fuego. Un poco más tarde salió la luna hermosa y clara, y brillaron las estrellas. El conde, que sabía mucho de astros, contempla el cielo y ve las claras estrellas, el aire puro y la hermosa luna, sin manchas ni oscuridades, Remondín, mientras tanto se esforzaba en encender el fuego para que su señor estuviera a gusto, y Aimeric contemplaba el cielo: entonces el conde empezó a suspirar profundamente, a la vez que decía:
—Dios verdadero, qué extrañas y admirables resultarían las maravillas que has confiado a la Naturaleza para que las administre si Tú no las cubrieras con tu gracia divina; es especialmente digna de admiración la señal que veo en el curso de las estrellas, que has establecido en el firmamento desde que el cielo existe y que puedo conocer gracias a la alta ciencia de los astros; por eso te alabo de todo corazón, a Ti y a toda tu Alta Majestad, con la que nada es comparable. ¿Cómo podría resultar inteligible a la sabiduría humana si tu oculto designio no lo hubiera decidido, el hecho de que se pueda sacar honor y provecho obrando mal? Gracias a la noble ciencia que me has concedido, veo que es así; y me admiro profundamente.
Entonces empezó a suspirar más que antes. Remondín, que había encendido una hoguera y que había oído parte de las palabras del conde Aimeric, le dijo:
—Señor, el fuego ya arde; venid a calentaros. Creo que llegarán pronto quienes nos den buenas noticias, pues pienso que la pieza ha sido cazada, porque he oído tocar cuernos para reunir los perros, segun me ha parecido.
—Eso me preocupa poco. Más me inquieta lo que estoy viendo.
Entonces mira al cielo y comienza a suspirar más profundamente que antes. Remondín, que lo quería mucho, le dice:
—Señor, por Dios, dejad estar esas cosas, pues un príncipe tan alto como vos no debe preocuparse de tales artes, ni de tales asuntos; sea como sea, Dios os ha concedido una elevada y noble situación y grandes posesiones en la tierra, por lo que podéis dejar las preocupaciones —si así lo deseáis— y las tristezas que os dan asuntos que no os pueden ayudar, pero tampoco perjudicaros.
—¡Ay, loco! Si supieras la grande, rica y maravillosa aventura que estoy contemplando, te quedarías sorprendido.
Remondín, que no pensaba en nada malo, le respondió:
—Mi muy querido señor, dignaos en decírmelo, si es posible, y si es asunto que yo deba conocer.
—Por Dios, lo vas a saber; ten por cierto que yo no desearía que Dios, ni el mundo te pidiesen cuentas con respecto a esta aventura, que nos afecta a ti y a mí, pues yo ya soy viejo y tengo bastantes herederos para que me sucedan en todas mis posesiones; te quiero tanto que me gustaría que recayera sobre ti un honor tan alto como el que veo en el curso de las estrellas: si un súbdito mata en este momento a su señor, llegará a ser el más rico, el más poderoso, el más honrado de su linaje, y de él saldrá una descendencia tan noble como para que se mencione hasta el fin del mundo, tenlo por cierto
Entonces respondió Remondín que jamás podría creer que una cosa así fuera verdad, pues iba en contra de la razón el que alguien consiguiera bienes y honra cometiendo una traición mortal.
—Sin embargo, Remondín, yo creo que es verdad, tan verdad como te lo he dicho.
—No me lo creo, pues es increíble.
Entonces se pusieron los dos a pensar en el asunto, y de pronto oyeron por todo el bosque un gran ruido de ramas y de arbustos que se rompían. Remondín tornó la pica, que estaba en el suelo, y el conde desenvainó la espada y esperaron así mucho rato para saber qué pasaba, colocándose delante del fuego, en el lado por donde habían oído el quebrar de las ramas. Al cabo de algún tiempo, vieron llegar un gran jabalí, digno de admiración, que iba contra ellos espumeando y enseñando los dientes.
—Señor —dice Remondín—, subid a este árbol para que el jabalí no os haga daño y dejadme que me enfrente a él.
—No querrá Jesucristo que te deje solo en esta situación.
Cuando Remondín lo oye, ataca al jabalí empuñando la pica, con deseos de matarlo; el animal lo esquiva y se dirige contra el conde. Así comienza el dolor y la gran tristeza de Remondín, y la gran felicidad que le llegó tras esta dolorosa tristeza, según cuenta la verdadera historia.
En esta parte dice la historia que el jabalí se dio cuenta de que Remondín iba contra él y se desvió, yendo velozmente hacia el conde, que al verlo acercarse envainó la espada y cogió una pica que había visto a su lado; sujetando la pica bajo la planta del pie, dirigió la punta hacia el pecho del animal, que venía muy deprisa, pero tenía tan dura la piel que el conde cayó de rodillas por el impulso del jabalí. Remondín acudió corriendo con otra pica, dispuesto a herir al animal en el vientre, pues el golpe del conde lo había tirado de espaldas. La pica del joven sólo rozó las cerdas del lomo, y como iba con fuerza resbaló y alcanzó al conde atravesándolo de parte a parte por el ombligo. Remondín le saca del vientre la pica a su tío e hiere al jabalí, derribándolo muerto; después va al lado del conde e intenta levantarlo, pero era en vano, pues ya había muerto. Cuando Remondín vio la herida y la abundante sangre que manaba de ella, sintió tal dolor que ningún hombre lo ha tenido mayor en su vida, y decía:
—¡Ay! Falsa Fortuna, ¿cómo eres tan perversa que me has hecho matar al que amaba tanto, a quien me había hecho tanto bien? ¡Ay! Dulce Padre todopoderoso, ¿en dónde podrá refugiarse este desdichado pecador? Ciertamente, todos los que oigan contar esta desgracia me condenarán, con motivo, a morir de vergonzosa muerte y mediante duro tormento, pues peor traición no fue cometida nunca por un pecador. Tierra, ¿por qué no te abres? Trágame y ponme junto al más oscuro y odioso de los ángeles, el que antaño fue el más hermoso de todos, pues le he servido bien.
Durante mucho rato hizo estas lamentaciones y, después, se dirigió a sí mismo:
—Mi señor, que aquí yace muerto, me dijo, si ocurría tal cosa, que yo sería el más honrado de mi linaje, pero veo lo contrario, pues seré el más desdichado y el más deshonrado, y es justo que así sea. Sin embargo, ya que no puede ser de otra forma, me iré de esta región en busca de la aventura allí donde pueda expiar mi pecado, si Dios quiere.
Entonces se acercó a su señor, lo besó llorando y con el corazón tan entristecido que no diría una palabra por todo el oro del mundo; toma el cuerno de caza y se lo coloca sobre el pecho; después monta y se aleja a través del bosque, sin saber a dónde ir. Llevaba tal dolor que sería imposible contar la décima parte.
Dice la historia que cuando Remondín dejó a su señor muerto en el bosque, junto al fuego y al lado del jabalí, cabalgó por el tupido bosque con un dolor digno de admiración; cabalgó hasta que le envolvió la noche, y era medianoche. Llegó a una fuente conocida corno Fuente de la Sed, llamada por algunos Fuente Hechizada, pues antaño ocurrieron muchas aventuras en ella, y aún ocurrían de vez en cuando. Estaba la fuente en un lugar escarpado y admirable, con grandes rocas por encima y un hermoso prado a lo largo del valle, más allá del bosque. La luna brillaba clara y el caballo de Remondín lo llevaba a su gusto, por donde quería, pues al joven le faltaba la voluntad por la tristeza que tenía, como si estuviera adormecido. Cabalgó hasta llegar muy cerca de la fuente, junto a la que se solazaban tres damas; una de ellas era la señora de las otras. De ésta vamos a hablar, de acuerdo con lo que nos dice la historia.
Ahora cuenta la historia que el caballo llevaba a Remondín, que estaba pensativo, triste y cabizbajo por lo ocurrido, por donde quería, sin que él le tirara del freno hacia la derecha o hacia la izquierda; y el joven ni oía, ni veía, ni entendía. En tal estado pasó por delante de la fuente en la que estaban las tres damas, sin verlas, y el caballo se lo llevó rápidamente; entonces, la de más dignidad dijo a las otras:
Ese que pasa por ahí parece hombre gentil, pero no lo demuestra, sino que se comporta como tosco al pasar de tal forma ante damas o doncellas sin saludarlas.
Decía esto por disimular, para que las otras no se dieran cuenta de lo que estaba pensando, pues sabía que era un joven valeroso, tal como oiréis más adelante. Les dijo a las otras:
—Quiero ir a hablar con él.
Las deja y va hacia Remondín; sujetando el freno del caballo, lo detiene a la vez que dice:
—Vasallo, gran orgullo o gran necedad os hacen pasar así por delante de doncellas sin saludarlas, aunque orgullo y necedad pueden estar juntos en vos.
Y a continuación se calla. El joven, que ni la oye, ni la escucha, no le contesta una sola palabra. Ella, como enfurecida, vuelve a dirigírsele diciendo:
—¿Cómo, estúpido señor, sois tan engreído que no os dignáis responderme?
Él no le contesta una palabra.
—A fe mía —exclama la dama—, creo que este joven está dormido encima de su caballo, o que es sordo y mudo; pero creo que voy a conseguir que hable, si es que ha hablado alguna vez.
Entonces lo coge por la mano y tira fuerte y firme diciendo:
—Señor vasallo, ¿estáis dormido?
Remondín vuelve en sí, como quien se despierta sobresaltado, empuña la espada, pensando que le atacaban las gentes del conde. Cuando la dama lo ve, se da cuenta de que hasta entonces no se había percatado de su presencia, y le dice riendo:
—Señor vasallo, ¿con quién queréis entablar batalla? Vuestros enemigos no están presentes aquí. Buen señor, yo soy de los vuestros.
Cuando Remondín oye esto, la mira y observa su gran belleza; se queda admirado y le parece que nunca vio a nadie semejante. Descabalga rápidamente y hace una reverencia con cortesía, mientras dice:
—Queridísima señora, perdonadme la injuria y la villanía que he cometido para con vos, pues me he portado muy mal: os juro por mi fe que ni os había visto, ni oído hasta que me tirasteis de la mano. Pensaba en un asunto que me ha llegado al corazón y le ruego a Dios que me ayude a salir de él.
—Señor, bien habéis hablado, pues siempre se ha de invocar a Dios para que nos ayude. Os creo en lo que habéis dicho de que no me habíais oído ni escuchado, pero, ¿a dónde vais a esta hora?, si es que me lo podéis revelar; si no conocéis el camino, os ayudaré a encontrarlo, pues no hay vereda ni sendero en este bosque que yo no sepa a dónde se dirigen; confiad en mí.
—Señora, muchas gracias por vuestra cortesía. Llevo perdido mi camino la mayor parte de hoy, hasta ahora.
Cuando la dama ve que mantiene la reserva, le dice:
—Remondín, por Dios, de nada os vale guardar el secreto; sé bien qué os ha pasado.
Al oír que la dama lo llama por su nombre, se quedó tan asombrado que no supo qué responder; ella, que se dio cuenta de que estaba avergonzado de que supiera tanto de él, le dijo:
—Por Dios, Remondín, después de Dios soy yo la que más te puede ayudar y proteger en este mundo, en tus adversidades, y convertir tu desdicha de mal en bien. De nada te vale ocultarlo. Sé cómo has matado a tu señor por mala suerte, como si lo hubieras querido, aunque en ese momento no deseabas hacerlo y sé todas las palabras que te dijo gracias a sus muchos conocimientos de los astros.
Al oír esto, Remondín se quedó más asombrado que antes, y le contestó:
—Querida señora, me decís la pura verdad, pero me pregunto admirado cómo lo sabéis o quién os ha informado tan pronto.
—Remondín, no te asombres, pues lo sé y sé que piensas que soy fantasma o que mi figura y mis palabras son obras del diablo, pero te aseguro que estoy del lado de Dios y que creo en todo cuanto debe creer una católica; ten por seguro que sin mí y sin mi consejo no podrás llevar a buen término lo que emprendas. Si me crees, todas las palabras que te dijo tu señor se cumplirán en ti, con la ayuda de Dios, y muchas más que no te dijo, pues serás el más poderoso y el mayor de tu linaje.
Cuando Remondín oyó las promesas de la dama, recordó las palabras que le había dicho su señor, y no se olvida del peligro que le acecha de ser desterrado o muerto, o expulsado de todas las tierras donde sea conocido; decidió entonces confiar en la dama, pues sólo tenía que pasar una vez el cruel paso de la muerte. Respondió con humildad:
—Querida señora, os agradezco la promesa que me hacéis. Sabed que ni por dificultad, ni por duro que sea, dejaré de hacer, en lo posible, lo que queráis, si es cosa que pueda emprender un cristiano sin faltar al honor.
—Habéis hablado bien. Os aconsejaré algo de lo que sólo recibiréis bienes y honra, pero es necesario que antes me prometáis que os casaréis conmigo. No temáis, pues estoy del lado de Dios.
Remondín juró que así lo haría.
—Ahora, Remondín —añadió ella—, es necesario que juréis otra cosa.
—¿Qué es, señora? Estoy dispuesto, si es algo que yo pueda hacer.
—Sí, no os perjudicará. Me juraréis, por todo lo que se pueda jurar, que los sábados no intentaréis verme, ni preguntaréis dónde estoy. Os juro por mi alma que ese día yo no hago nada que os pueda deshonrar y no hago sino pensar en cómo aumentar vuestra valía y vuestro estado.
Remondín se lo jura así, y entonces la dama vuelve a tomar la palabra:
—Amigo, os diré lo que tenéis que hacer. No temáis nada; id directamente a Poitiers; al llegar, os encontraréis con varios que habrán vuelto de la cacería y que os pedirán noticias de vuestro señor el conde. Decid: ¿cómo, no ha regresado? Contestarán que no. Responded que no lo visteis desde que la cacería comenzó a complicarse y que entonces lo perdisteis en el bosque de Colombieres, como les pasó a los otros, y os quedaréis asombrado como los demás. Inmediatamente después llegarán los cazadores y gentes suyas, que llevarán en unas parihuelas al conde muerto; a todos les parecerá que la herida fue causada por los colmillos del jabalí, y todos coincidirán en que el animal lo mató y que el conde mató al jabalí, y considerarán que fue muy valiente. Entonces empezará la aflicción. La condesa, su hijo Beltrán, su hija Blanca, todos, grandes y pequeños, llevarán luto. Expresad tristeza y vestid de negro como los demás. Los funerales serán muy dignos, y cuando llegue el momento, los nobles rendirán vasallaje al nuevo conde. Vendréis a verme la víspera del día en que se deba celebrar el vasallaje, y me encontraréis en este mismo lugar. Tomad, amigo, como principio de nuestro amor estos dos anillos de oro que están juntos; sus piedras tienen una gran virtud: la de uno es que a quien se le dé por amor no morirá por heridas de arma, mientras lo lleve; la del otro, que le hará vencer a sus enemigos, si tiene razón, tanto en pleitos como en pelea. Con los anillos iréis seguro, amigo mío, pues no tendréis que temer nada.
Entonces se despidió Remondín abrazándola con dulzura y besándola con amor, confiado totalmente a ella; y ya estaba tan enamorado que consideraba verdad cuanto le decía y tenía razón al obrar así, según oiréis más adelante, en la historia auténtica.
Nos cuenta la historia que Remondín volvió a montar a caballo y su dama le indicó el camino correcto para ir a Poitiers y lo dejó. Remondín, que estaba muy a gusto en su compañía, se puso triste, pues hubiera querido estar siempre con aquella que le había dado tranquilidad. Cabalga hacia Poitiers y la dama vuelve a la fuente, al lado de las otras dos. Aquí la historia deja de hablar de ellas y vuelve a hablar de Remondín, que iba a Poitiers.

jueves, 8 de noviembre de 2012

Azares del cazador (II): Romance de la Infantina




Continuamos esta serie con otra historia de cazadores que se pierden en lo inesperado. Esta vez se trata de un romance tradicional, compuesto de manera harto curiosa: se han combinado secuencias de tres historias distintas, formando con ellas una trama coherente. La versión que ofrecemos la recogimos en el año 2003 de boca de Guadalupe Alegre, gran amiga y pozo inagotable de sabiduría popular, y está recogida en el CD Cancionero y romancero del Campo Arañuelo: una obra única en su especie que se publicó en el año 2006 en edición no venal, y de la que no es ya sencillo encontrar copias. Podéis consultarla en nuestra Biblioteca, o sacarla en préstamo.  

 Cazador que vas cazando
(Cancionero y romancero del Campo Arañuelo, CD-ROM, Navalmoral: Arjabor, 2006)

(La Infantina + Caballero burlado + Hermana cautiva: IGR 0164 + 0100 + 0169)    

Informante: Guadalupe Alegre García, de Jaraíz de la Vera.
Fecha de nacimiento: 1 de julio de 1955.
Lugar: Navalmoral de la Mata.
Fecha: 31-3-2003. 
Recopilador: Alejandro González.

         Cazador que vas cazando,
        cazando de noche y día.
        Los perros iban cansados,    
        la caza no parecía.
5      Se ha parado a descansar
        al tronco de una hermosa encina.
        El tronco era de oro,
        las ramas de plata fina
        y en la cogolla más alta
10    y había una hermosa niña
        con una mata de pelo
        que toa la encina cubría.
        —No te asustes, cazador,
        que soy una hermosa niña
15    que en el vientre de mi madre
        me maldijo una tia mía
        que tenía que estar penando
        siete año(h) en esta encina
        y hoy los cumplo, cazador,
20    al punto de mediodía.
        Si me quieres esperar,
        iremos en compañía.
        —¿Dónde montaré a mi bella,
        dónde montaré a mi blanca?
25    —Y en las jancas del caballo
        para mayor honra mía.
        Y a la mitad del camino,
        la niña se sonreía.
        —¿Por qué sonríes, mi bella?
30    ¿Por qué sonríes, mi blanca?
        —Me río de ti, cazador,
        que las espuelas se te olvidan.
        Mi padre fabrica el oro,
        mi madre la plata fina
35    y un hermanito que tengo
        se dedica a cacería.
        Abrir puertas y ventanas,
        balcones y galerías.
        Creí que traía una novia
40    y traigo a una hermana mía.

miércoles, 7 de noviembre de 2012

Azares del cazador (I): Las Mil y una Noches


En esta entrada y otras dos que vendrán, recuperamos tres historias que tienen en común el planteamiento: se trata de cazadores que se pierden en lo inesperado y tienen allí un encuentro crucial, no siempre agradable. 

La primera pertenece a Las mil y una noches, esa joya de la literatura universal que los críticos árabes consideran, paradójicamente, poco menos que subcultura. La citamos por la traducción de Rafael Cansinos Asséns en la editorial Aguilar —una maravilla que no está en nuestra Biblioteca, pero que ojalá llegue a estarlo, el día que se reedite.(Sí contamos en cambio con su estupenda traducción y comentario del Corán, el libro santo musulmán, que se ha publicado recientemente.)

Antes de empezar, una nota de vocabulario: algecira (palabra que no recoge el DRAE) , del árabe alcherisa, es una voz que significa isla, península y toda tierra cercada de agua. En la edición inglesa, de Richard Burton, el encuentro no tiene lugar en una algecira, sino en un lugar ruinoso.
 

I. Historia del hijo del rey y la algola 

(Libro de las mil y una noches, traducción de Rafael Cansinos Assens, 
tomo I, México: Aguilar, pp. 435-6)

Has de saber, señor, que érase una vez un rey, el cual tenía un hijo muy aficionado a salir de caza y montería, y habíale mandado a uno de sus visires que cuidase del príncipe y lo acompañase adondequiera que fuese y no lo dejase. 

Y sucedió que un día de los días salió el joven príncipe de cacería acompañado del visir de su padre como solía. 

Y fueron cabalgando hasta que se toparon con una bestia salvaje, disforme, espantable. Y dijo el visir al hijo del rey: 

—¡A ti te está reservada esa pieza; anda y corre tras ella! 

Siguiola, pues, el hijo del rey hasta perderse de vista y también se le perdió a él de vista la fiera en aquella campiña extensa. Quedose, pues, perplejo el hijo del rey, sin saber adónde huyera la fiera, cuando hete aquí que en un otero cercano divisa una mocita que estaba llorando. 

Y el hijo del rey le preguntó: 

—¿Quién eres? 

Y ella le contestó: 

—Soy la hija del rey de los reyes, de Al-Hind [la India]. E iba por los campos montada en mi bestia cuando me tomó el sueño y rodé por tierra y no supe más qué fuera de mí hasta que me encontré sola y perdida aquí. 

Oído que hubo sus palabras el hijo del rey, luego compadeciose de su estado y la montó a la grupa de su caballo, y siguió adelante por aquella campiña hasta llegar a una algecira. 

Díjole entonces la mocita: 

—Querría, sidi [señor], hacer una necesidad, que estoy que no puedo aguantar. 

Ayudola el hijo del rey a descabalgar y a dirigirse a aquel lugar. Apartose luego por discreción, pero visto que tardaba fue allá tras de ella, sin que lo advirtiera. 

Y hete aquí que era una algola y les estaba diciendo a sus hijos: 

—Hijitos míos, os traigo hoy un joven gordito. 

Y ellos le dijeron: 

—Pues tráenoslo acá luego, madre, y nos lo comeremos y en nuestras panzas nos lo meteremos. 

Al oír tales palabras el hijo del rey barruntó su muerte y los miembros de su cuerpo se le estremecieron y llenósele de pavor el alma y alejose de allí sin tardanza. Salió en esto la algola y lo vio temeroso y azorado, que temblaba de puro asustado, y le dijo: 

—¿Qué tienes y a qué viene ese temor, hijo mío? 

A lo que él fue y le dijo: 

—Es que tengo un enemigo y temo de él. 

Díjole la algola: 

—¿No dijiste tú "soy el hijo del rey"? 

—Y así es —respondió él. 

Y la algola tornó a decir: 

—Pues siendo así ¿por qué no le das a tu enemigo un poco de dinero y se dará por satisfecho?

Pero el hijo del rey le contestó: 

—No se dará por satisfecho sino con mi vida; soy víctima de una injusticia. 

Y le dijo la algola al oírlo: 

—Si eres víctima de una injusticia, según afirmas, invoca la ayuda de Alá y El te librará de su daño y de todo mal. 

Alzó entonces el hijo del rey su frente a los cielos y exclamó: 

—¡Ye [oh] Aquel que oyes la imploración del agraviado cuando lo implora y descubres el mal! Defiéndeme de mi enemigo, ahuyéntalo de junto a mí. Que en verdad eres sobre toda cosa poderoso, oh Alá. 

No bien hubo oído la algola su plegaria, alejose de allí aprisa y en un instante se perdió de vista. Alejose también de allí el hijo del rey y fue a su padre y contole el cuento del visir.