viernes, 28 de septiembre de 2018

De puente a puente (Club de Lectura I)


DE PUENTE A PUENTE
(Y TIRO PORQUE ME LLEVA LA CORRIENTE)

  
When I was a boy,
everything was right.
(John Lennon, She said she said).

Mother, my friends are no longer my friends
and the games we once played have no meaning.
I've gone serious and shy and they can't figure why,
so they've left me to my own daydreaming.
(Suzanne Vega, Bad Wisdom)

          El cambio es el precio que pagan las cosas por seguir existiendo. Lo dijo Ferdinand de Saussure, el fundador de la lingüística moderna, y es una verdad que ya sonó, con otros labios, en la Grecia antigua, donde el filósofo Heráclito ya imaginó el mundo como un baile en el que el fuego, que todo lo anima y todo lo consume, va cambiando de forma pero no de esencia.

          Sus enemigos llamaron a Heráclito el oscuro, insinuando que no sabía explicarse, pero en realidad su filosofía señala algo que todos sentimos: a lo largo de nuestra vida, no solo lo que nos rodea, sino nosotros mismos mutamos, cambiamos de peinado, de amigos, de costumbres y (lo que es más desconcertante) de cuerpo. Cuando vemos una foto nuestra a los 3 o los 6 años, sabemos que, en un sentido, somos el niño o la niña que aparece en la foto; pero sentimos también la distancia enorme entre quien somos hoy y quien fuimos o éramos entonces. Otro tanto sentirá, si llega a existir, nuestro yo anciano cuando vea las fotos en las que estamos hoy mirando las fotos de nuestra infancia o leyendo estos folios.

          En esta edición del Club de Lectura y Taller de Escritura del Augustóbriga vamos a trabajar sobre este asunto, necesariamente resbaladizo: las mutaciones o metamorfosis que llevan a la gente a convertirse en lo que no eran, y a dejar de ser lo que fueron.
         
          Estamos acostumbrados a pensar en el tipo de metamorfosis que se nos describe en las dos obras clásicas del género, las Metamofosis de Ovidio y La metamorfosis de Kafka. Se trata en ambos casos de historias sobre criaturas humanas (o humanoides, como las ninfas) que se transforman en animales o en criaturas inanimadas, como las estrellas (aunque, por lo que sabemos, muchos antiguos no creían que las estrellas y las planetas carecían de vida, sino que veían en ellos seres intermedios entre los hombres y los dioses, o manifestaciones de estos últimos).
         
          Nosotros vamos a empezar, en cambio, trabajando sobre el tipo de mutación o metamorfosis que apuntábamos más arriba: el que lleva a los niños a convertirse en adultos, a través de diversos caminos. En las sociedades antiguas, y en algunas actuales que conservan formas de vida muy antiguas,  quizá nos sorprenda saber que no existe, desde el punto de vista cultural, lo que nosotros llamamos adolescencia.

          En Grecia y Roma, una vez que una niña tenía su menarquia (su primera regla), pasaba a considerarse casadera, y era común que con doce o trece años se casara con un hombre de treinta años o más, que podría literalmente ser su padre. Pasaba, así, de niña a ama de casa, madre, matrona.

          Hay aún hoy tribus indígenas en las que los niños, cuando alcanzan la pubertad, han de superar una iniciación o rito de paso en la que se pone a prueba su valor y su capacidad de sacrificio. En el transcurso de este peculiar pasaje del terror, el niño que está dejando de serlo aprende a afrontar sus miedos y también revive en primera persona los mitos fundamentales de la tribu, que explican por qué las cosas son como son y qué debe un hombre hacer para merecer tener una vida satisfactoria.

          La historia de la civilización occidental es en gran medida la historia de cómo surge, primero tímidamente y luego con fuerza, la idea de que un niño no puede sin más (o tras un breve rito de paso) incorporarse al mundo de los adultos cuando sus fuerzas le permiten ya trabajar y los cambios en su cuerpo le permiten ser padre o madre. En cambio, se impone la idea de que debe haber un período de margen, la adolescencia, en que el niño que va dejando de serlo se expone a todo tipo de conocimientos para que escoja aquellos que le apasionan o se le dan mejor y tenga la opción de dedicar su vida a aplicarlos o explorarlos más a fondo.

          Irónicamente, muchos adolescentes, los llamados objetores escolares, sienten que ese tiempo que pasan en la escuela sin poder dedicarse directamente a los menesteres adultos (hacerse con un trabajo, fundar una familia, abandonar la casa de los padres y alquilar o comprar su propio domicilio) es una especie de secuestro. Sienten que se les trata como niños cuando ellos ya se sienten adultos. Tienen (algunos, desde muy niños) sed por crecer y por que se les reconozca ese crecimiento.

          El ejercicio de un derecho (no verse obligado a trabajar, que sus padres les mantengan generosamente mientras ellos aprenden lo que van eligiendo estudiar) se siente así como un deber, y ese período de margen o de gracia en que no se les obliga a elegir, sino que se les permite experimentar en diversas direcciones, se considera un trámite pesado que hay que pasar cuando antes.

          Este deseo de ser adulto y ser tratado en consecuencia convive, sin embargo, con un deseo contrario, que también sienten muchas personas. Muchos niños lloran al terminar la Primaria (¡algunos, incluso al acabar Infantil!) porque sienten que le han cogido el punto a esto de ser niños, y no les gusta la idea de abandonar ese mundo en el que se sienten cómodos y queridos para entrar en aguas que se prometen turbulentas y oscuras.

          Eventualmente, todos se rinden (nos rendimos) y aceptamos la evidencia de que el tiempo corre y tenemos que correr con él, arrastrados por la corriente que nos lleva de dados a dados o de puente a puente. Todos ...menos Peter, el protagonista de la obra de teatro que James Barrie representó por primera vez en 1904, Peter Pan y Wendy, y a quien casi todos los niños de hoy conocen a partir de la película de Walt Disney Peter Pan, que llegó a los cines en 1953, y los productos derivados de ella.

          Puede parecer extraño que sea precisamente Peter, el niño que se niega a crecer, el guía que hemos elegido para que nos conduzca durante esta primera temporada del Club 2018/19 por los recovecos del paso de la infancia a otra cosa. Pero no lo es tanto. Paradójico, sí, pero no absurdo. Recordemos que también Amor, Cupido, es un niño centenario y milenario que nunca crece; un niño que hace arder de amor a los amantes, pero que no puede, dada su condición eternamente infantil, experimentar personalmente el sentimiento que trasmite. A Peter le pasa, como veremos, algo parecido: en la novela que Barrie publicó en 1911, llamada también Peter Pan y Wendy, y en la película de Disney, Peter hiere de amor a todas las chicas que lo rodean: Wendy, Campanilla, las sirenas, la princesa Tigrilla... Todas lo desean, pero él es incapaz de sentir amor por nadie que no sea él mismo, y ciertamente no es capaz de sentir el amor adolescente y adulto que resulta, de algún modo, incompatible con la inocencia de la niñez: una especie de fiebre de la que los heridos por el primer amor salen convertidos en una edición dolorosamente actualizada de ellos mismos.

          En la novela y en la película, se da a entender que todos los miembros de la familia Darling (y, en especial, todas las niñas) han tenido contacto con Peter Pan cuando eran niños, y han tenido de algún modo la opción de unirse a su mundo y rechazar para siempre el de los adultos. Pero todos han declinado la oferta y han elegido seguir adelante. Incluso los Niños Descarriados que viven con Peter en Nunca Jamás acaban yéndose a vivir con Wendy y sus hermanos, dejando a Peter solo con la también siempre niña Campanilla.

          Parece, pues, que 'la experiencia Peter' no solo no genera niños que se niegan a crecer, sino que es precisamente la que permite que los niños comprendan, viéndolo muy de cerca, lo que supondría ser eternamente niños: un sacrificio que, al final, solo está dispuesto a hacer el propio Peter.

          El asunto tiene sus matices, como veremos. Pero de momento nos quedamos con la idea de que Peter es la persona idónea para acompañarnos hasta esa frontera que separa fantasía de realidad, irresponsabilidad de responsabilidad, egoísmo de amor. Como Tom Bombadil, él no puede abandonar el bosque al que pertenece; pero mientras lo exploremos, nadie mejor que él para mostrarnos sus arboledas y sus recovecos.