DE
PUENTE A PUENTE
(Y
TIRO PORQUE ME LLEVA LA CORRIENTE)
When
I was a boy,
everything
was right.
(John Lennon, She said she said).
Mother, my
friends are no longer my friends
and the games we once played have no meaning.
I've gone serious and shy and they can't figure why,
so they've left me to my own daydreaming.
and the games we once played have no meaning.
I've gone serious and shy and they can't figure why,
so they've left me to my own daydreaming.
(Suzanne Vega, Bad Wisdom)
El
cambio es el precio que pagan las cosas por seguir existiendo. Lo dijo
Ferdinand de Saussure, el fundador de la lingüística moderna, y es una verdad
que ya sonó, con otros labios, en la Grecia antigua, donde el filósofo
Heráclito ya imaginó el mundo como un baile en el que el fuego, que todo lo
anima y todo lo consume, va cambiando de forma pero no de esencia.
Sus enemigos llamaron a Heráclito el oscuro, insinuando que no sabía
explicarse, pero en realidad su filosofía señala algo que todos sentimos: a lo
largo de nuestra vida, no solo lo que nos rodea, sino nosotros mismos mutamos, cambiamos de peinado, de
amigos, de costumbres y (lo que es más desconcertante) de cuerpo. Cuando vemos
una foto nuestra a los 3 o los 6 años, sabemos que, en un sentido, somos el
niño o la niña que aparece en la foto; pero sentimos también la distancia
enorme entre quien somos hoy y quien fuimos o éramos entonces. Otro tanto sentirá,
si llega a existir, nuestro yo anciano cuando vea las fotos en las que estamos
hoy mirando las fotos de nuestra infancia o leyendo estos folios.
En esta edición del Club de Lectura y
Taller de Escritura del Augustóbriga vamos a trabajar sobre este asunto,
necesariamente resbaladizo: las mutaciones o metamorfosis que llevan a la gente
a convertirse en lo que no eran, y a dejar de ser lo que fueron.
Estamos acostumbrados a pensar en el
tipo de metamorfosis que se nos describe en las dos obras clásicas del género,
las Metamofosis de Ovidio y La metamorfosis de Kafka. Se trata en
ambos casos de historias sobre criaturas humanas (o humanoides, como las
ninfas) que se transforman en animales o en criaturas inanimadas, como las
estrellas (aunque, por lo que sabemos, muchos antiguos no creían que las
estrellas y las planetas carecían de vida, sino que veían en ellos seres
intermedios entre los hombres y los dioses, o manifestaciones de estos últimos).
Nosotros vamos a empezar, en cambio,
trabajando sobre el tipo de mutación o metamorfosis que apuntábamos más arriba:
el que lleva a los niños a convertirse en adultos, a través de diversos
caminos. En las sociedades antiguas, y en algunas actuales que conservan formas
de vida muy antiguas, quizá nos sorprenda
saber que no existe, desde el punto de vista cultural, lo que nosotros llamamos
adolescencia.
En Grecia y Roma, una vez que una niña
tenía su menarquia (su primera regla), pasaba a considerarse casadera, y era
común que con doce o trece años se casara con un hombre de treinta años o más,
que podría literalmente ser su padre. Pasaba, así, de niña a ama de casa,
madre, matrona.
Hay aún hoy tribus indígenas en las
que los niños, cuando alcanzan la pubertad, han de superar una iniciación o rito de paso en la que se pone a prueba
su valor y su capacidad de sacrificio. En el transcurso de este peculiar pasaje del terror, el niño que está
dejando de serlo aprende a afrontar sus miedos y también revive en primera
persona los mitos fundamentales de la tribu, que explican por qué las cosas son
como son y qué debe un hombre hacer para merecer tener una vida satisfactoria.
La historia de la civilización
occidental es en gran medida la historia de cómo surge, primero tímidamente y
luego con fuerza, la idea de que un niño no puede sin más (o tras un breve rito
de paso) incorporarse al mundo de los adultos cuando sus fuerzas le permiten ya
trabajar y los cambios en su cuerpo le permiten ser padre o madre. En cambio,
se impone la idea de que debe haber un período de margen, la adolescencia, en
que el niño que va dejando de serlo se expone a todo tipo de conocimientos para
que escoja aquellos que le apasionan o se le dan mejor y tenga la opción de
dedicar su vida a aplicarlos o explorarlos más a fondo.
Irónicamente, muchos adolescentes, los
llamados objetores escolares, sienten
que ese tiempo que pasan en la escuela sin poder dedicarse directamente a los
menesteres adultos (hacerse con un trabajo, fundar una familia, abandonar la
casa de los padres y alquilar o comprar su propio domicilio) es una especie de
secuestro. Sienten que se les trata como niños cuando ellos ya se sienten
adultos. Tienen (algunos, desde muy niños) sed por crecer y por que se les
reconozca ese crecimiento.
El ejercicio de un derecho (no verse
obligado a trabajar, que sus padres les mantengan generosamente mientras ellos
aprenden lo que van eligiendo estudiar) se siente así como un deber, y ese
período de margen o de gracia en que no se les obliga a elegir, sino que se les
permite experimentar en diversas direcciones, se considera un trámite pesado
que hay que pasar cuando antes.
Este deseo de ser adulto y ser tratado
en consecuencia convive, sin embargo, con un deseo contrario, que también
sienten muchas personas. Muchos niños lloran al terminar la Primaria (¡algunos,
incluso al acabar Infantil!) porque sienten que le han cogido el punto a esto
de ser niños, y no les gusta la idea de abandonar ese mundo en el que se
sienten cómodos y queridos para entrar en aguas que se prometen turbulentas y
oscuras.
Eventualmente, todos se rinden (nos
rendimos) y aceptamos la evidencia de que el tiempo corre y tenemos que correr
con él, arrastrados por la corriente que nos lleva de dados a dados o de puente
a puente. Todos ...menos Peter, el protagonista de la obra de teatro que James
Barrie representó por primera vez en 1904, Peter
Pan y Wendy, y a quien casi todos los niños de hoy conocen a partir de la
película de Walt Disney Peter Pan,
que llegó a los cines en 1953, y los productos derivados de ella.
Puede parecer extraño que sea
precisamente Peter, el niño que se niega a crecer, el guía que hemos elegido
para que nos conduzca durante esta primera temporada del Club 2018/19 por los
recovecos del paso de la infancia a otra cosa. Pero no lo es tanto. Paradójico,
sí, pero no absurdo. Recordemos que también Amor, Cupido, es un niño centenario
y milenario que nunca crece; un niño que hace arder de amor a los amantes, pero
que no puede, dada su condición eternamente infantil, experimentar personalmente
el sentimiento que trasmite. A Peter le pasa, como veremos, algo parecido: en
la novela que Barrie publicó en 1911, llamada también Peter Pan y Wendy, y en la película de Disney, Peter hiere de amor
a todas las chicas que lo rodean: Wendy, Campanilla, las sirenas, la princesa
Tigrilla... Todas lo desean, pero él es incapaz de sentir amor por nadie que no
sea él mismo, y ciertamente no es capaz de sentir el amor adolescente y adulto
que resulta, de algún modo, incompatible con la inocencia de la niñez: una
especie de fiebre de la que los heridos por el primer amor salen convertidos en
una edición dolorosamente actualizada de ellos mismos.
En la novela y en la película, se da a
entender que todos los miembros de la familia Darling (y, en especial, todas
las niñas) han tenido contacto con Peter Pan cuando eran niños, y han tenido de
algún modo la opción de unirse a su mundo y rechazar para siempre el de los
adultos. Pero todos han declinado la oferta y han elegido seguir adelante.
Incluso los Niños Descarriados que viven con Peter en Nunca Jamás acaban
yéndose a vivir con Wendy y sus hermanos, dejando a Peter solo con la también
siempre niña Campanilla.
Parece, pues, que 'la experiencia
Peter' no solo no genera niños que se niegan a crecer, sino que es precisamente
la que permite que los niños comprendan, viéndolo muy de cerca, lo que
supondría ser eternamente niños: un sacrificio que, al final, solo está
dispuesto a hacer el propio Peter.
El asunto tiene sus matices, como
veremos. Pero de momento nos quedamos con la idea de que Peter es la persona
idónea para acompañarnos hasta esa frontera que separa fantasía de realidad,
irresponsabilidad de responsabilidad, egoísmo de amor. Como Tom Bombadil, él no
puede abandonar el bosque al que pertenece; pero mientras lo exploremos, nadie
mejor que él para mostrarnos sus arboledas y sus recovecos.
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