Hace años, la primera cebolla no era una planta, sino una niña que vivía en un pueblo donde nadie sabía llorar. Cuando alguien sentía tristeza, la escondía bajo la lengua. Cuando alguien perdía algo, apretaba los puños y seguía caminando.
La niña veía como el dolor se les pudría dentro. Ella, sin embargo, lloraba por todos: por los abuelos que ya no estaban, por los perros abandonados, por las palabras que no se decían. Lloraba tanto que sus lágrimas empezaron a brotarle por la piel, hasta que un día se convirtió en una cebolla: muchas capas, muchas lágrimas guardadas.
Los dioses decidieron que cada vez que alguien la cortara, su llanto saldría por los ojos de quien la tocaba, para recordarles que llorar no es debilidad, sino un acto de amor.
Desde entonces, la cebolla hace llorar.
No por dolor, sino por memoria.
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