Sucede
que esto que pasa con las piedras, con las ruinas que se pueden ver, pasa
también con las palabras, con las más comunes y vulgares que podáis imaginar.
Por ejemplo, la palabra inventar.
Todos sabemos lo que significa. Pero hay una parte oculta de su significado:
significa lo que todos sabemos, pero también significa algo más. Inventar viene de una palabra latina
(como si dijéramos, élfica: la lengua de los siete reyes moros de Mérida), invenire, y su significado primitivo es encontrar. Recordemos lo que le pasaba a
Tolkien: cuando inventaba la lengua
élfica en realidad lo que estaba haciendo es escarbar debajo de la lengua
inglesa para encontrar (invenire) esa
otra lengua más antigua y secreta.
Resulta, entonces, que un invento no
es algo que viene de la nada: es más bien algo que ha estado siempre ahí, como
una palabra que tenemos en la punta de la lengua. Y de repente alguien descubre
que eso estaba ahí (por ejemplo, que se podía usar el agua para mover una rueda:
la máquina de vapor), y eso es un invento,
algo que podía ser. El inventor ha encontrado
la manera de conseguir que eso sea verdad, que todos lo podamos ver y tocar.
Pero eso es sólo el principio. Todos
sabemos que debajo de la cáscara, quizá no muy apetitosa, de una naranja se
oculta la verdadera fruta, su pulpa y su zumo. Pero las palabras y las ruinas
se parecen más bien a una cebolla: detrás de la piel exterior no hay una fruta,
sino siempre nuevas pieles, nuevas capas. Por ejemplo, detrás de la palabra inventar estaba invenire, “descubrir, encontrar”. Pero también hay algo detrás de invenire, otra capa de la cebolla.
Resulta que invenire es una palabra derivada, como si dijéramos una palabra que
viene de otra, una palabra hija. La madre de invenire es la palabra venire,
“venir”. Para construir invenire lo
que los latinos hicieron fue añadir al verbo venir la preposición in,
que significa en, pero también hacia. Decir de algo que invenit significa, entonces, que ese
algo viene hacia nosotros: no es
tanto algo que nosotros buscamos, sino algo que de repente se nos aparece, se
nos insinúa, se nos ocurre, para
picar nuestra curiosidad y que nos pongamos a investigar. Quizá es una piedra
que sobresale de la tierra, quizá una palabra que significa más de lo que
parece, quizá una idea genial (utilizar el agua para hacer funcionar un motor)
que después tenemos que desarrollar.
En todo caso, lo que viene a nosotros, lo que se nos ocurre,
es siempre sólo una punta de la que tenemos que tirar. El mundo nos da una
pista (entra en el agua y no se moja; no
es sol ni luna ni cosa ninguna); pero somos nosotros los que tenemos que
resolver la adivinanza (¡la sombra!).
Otra manera de verlo es ésta: nos
dan una semilla; pero nosotros tenemos que regarla para averiguar si se trata
de una rosa, de un dondiego, de cáñamo índico. Averiguar si se puede comer o
no, qué tipo de flores da, qué sucede si la fumas…
Esto es lo que hacen los jardineros
y los agricultores: toman las semillas que la naturaleza les da y con paciencia
averiguan qué se esconde en ellas. Cultivar
la tierra significa eso: resolver el enigma de las semillas. Lo que sembramos
es un cultivo. A lo mejor estáis ya
sospechando que estas palabras (cultivar,
cultivo) tienen algo que ver con esa
otra palabra que da nombre a la asignatura: cultura.
Y así es: en nuestro peculiar élfico, en la lengua latina, cultura es el acto de cultivar. Sólo que el campo al que se refiere
la palabra cultura no es otro que
nuestra propia mente o espíritu: somos nosotros mismos.
Antes he dicho que una semilla es
una adivinanza, que hasta que no la plantas no sabes qué se oculta en ella.
Pero esto también es una media verdad. La otra mitad es que también la tierra
es una adivinanza. Todos sabemos que no hay dos árboles iguales, dos sauces
iguales, aunque las semillas que les han dado vida sean idénticas. La tierra en
la que crece la semilla, las sales y minerales, la cercanía o no a un río, las
corrientes subterráneas, etc., son lo que hace cada árbol único, diferente.
Pasa igual con el estudio de las
ruinas, de las palabras, del latín… Cada uno de nosotros es una tierra a
cultivar, y no sabremos lo que da de sí hasta que pongamos manos a la obra.
Además, no es todo tan sencillo como echarnos semillas: muchas veces, lo que el
estudio (o simplemente la vida) hace es regarnos, echar agua. Porque nosotros
llevamos ocultas nuestras propias semillas, y lo que nos enseñan desde fuera no
busca otra cosa que despertarlas…
Cultura,
entonces, es cultivarse: arriesgarse
a averiguar qué es lo que damos de sí,
de nosotros mismos. Investigarnos para conocernos mejor; o para darnos cuenta
de que, por más que excavemos (escarbemos) siempre habrá más, una parte asombrosa
(asombrada) de nosotros mismos que todavía desconocemos.
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