EL
PRINCIPIO (DEL FIN)
Polvo
eres y en polvo te convertirás. Esta noche nace el niño / que ha de morir en la
cruz.
El día en que lo iban a matar, Santiago
Nasar...
No es raro que el
comienzo de una historia (sea la del universo entero o la de la más humilde de
sus criaturas) comience con un tremendo spoiler
sobre el final. Sucede lo bastante a menudo para que uno sospeche que ahí
hay algo encerrado. Y, en verdad, eso viene a ser justo lo que pasa, que es
toda la historia la que queda encerrada entre el principio y el final, entre la
portada y la contraportada, como la vida de una persona se resume en el palito
que une su fecha de nacimiento con la de muerte.
En las cosmogonías,
por ejemplo, suele pasar que los dioses (o el dios) del cielo empieza poniendo
orden, sometiendo a los espíritus de la oscuridad y el caos y construyendo sobre
sus restos el mundo que conocemos. Pero no han sido vencidos de una vez y para
siempre esos espíritus: como rabos de lagartija, llegará el momento en que
volverán a colear y echarán por tierra los palacios, ciudades y catedrales construidos
sobre su cuerpo, aparentemente muerto, pero en realidad solo aletargado.
En los libros de
viaje medievales, es un lugar común la historia de los navegantes que van a
parar a una curiosa isla verde, que cuando la están explorando se pone de
repente en movimiento y les tira al agua. Lo que habían tomado por tierra es en
realidad el caparazón de una enorme tortuga.
Mucho de lo que
construimos en esta vida, como sociedad o como individuos, tiene una engañosa
apariencia sólida, como la superficie de esa isla esmeralda. Sin embargo, del
mismo modo que no siempre fuimos quien creemos ser (en algún momento, ni nombre
tuvimos; y si lo teníamos, no lo habíamos aún asumido como propio), la
experiencia nos enseña que los recuerdos son datos en un soporte bastante
frágil, y que no solo pueden llegar a desaparecer por completo (dejándonos sin
recuerdo de quiénes éramos: o sea, sin identidad), sino que antes de llegar a
tanto lo que recordamos que pasó se transforma más bien en el recuerdo de la vez
anterior que lo recordamos, como quien hace fotocopias de fotocopias, perdiendo
resolución y dulcificando (por otra parte) las aristas de lo que nos hirió o no
nos dejó en muy buen lugar.
A veces, el retorno
al comienzo, a lo salvaje, tiene algo de redentor. Anima ver cómo una flor se
abre paso entre el cemento, o por las rejas de un sumidero. Son pequeñas
señales que parecen avisar que la naturaleza que destruimos para fabricar el
entorno urbano podría ser capaz de reivindicar y devorar dicho entorno, si le
damos tiempo y ocasión, del mismo modo que el mar es capaz de devorar barcos y,
en época de maremotos, puertos enteros.
La vida, en fin, nace
de la materia inerte y hay muchas posibilidades de que regrese a ella (cuando
el sol envejezca, por ejemplo, y las condiciones que permiten la vida en la
Tierra cambien drásticamente).
Los filólogos
hablamos de estructura en anillo, o
de tiempo circular (según el caso)
para referirnos a estos textos o historias que acaban como empezaron,
convirtiendo lo de en medio en una suerte de verdura de las eras. Se podría decir que incluso en la hoja impresa
los márgenes conservan la nada anterior y posterior a las palabras, avisando de
su victoria final. Un aviso que no acaba de robarles su confianza a las
palabras, que se saben capaces de vivir una y otra vez en quienes las escuchen
o lean, pero que introduce en ellas cierta razonable inquietud. El margen
avisa, por ejemplo, de que lo que hoy es el lenguaje de hoy será dentro de no
tanto el lenguaje de ayer. Hasta los acordes de más actualidad sonarán
medievales, arcaicos y un tanto irreales, al oído del mañana. No digamos nada
de las referencias a cualquier cosa moderna, que son lo primero que envejece de
un texto: ya sean alusiones a máquinas o a sucesos políticos o a películas o
libros de actualidad.
El final de los
tiempos, en fin, es un retorno a lo esencial. Si en la obra había algo
importante que tratar, es en el final cuando, por mucho tiempo que llevara
perdido, como si el autor se hubiera olvidado de ello, a eso importante le toca
volver a desfilar y recibir su merecido. Los Diablos salen de sus escondrijos
(así, Melkor, en el Silmarillion de
Tolkien), los secretos se revelan, se pronuncian las últimas palabras. Es el Ciérrate, Sésamo que, si no se recuerda,
deja abierta la cueva, o moliendo sal el molinillo mágico que hunde el barco
que lo lleva encima y acaba volviendo salado el mar.
También este Club va,
pues, diciendo adiós como mejor sabe. Su final no es definitivo, porque en los
colegios e institutos el fin de un curso lleva siempre implícito la promesa del
siguiente, como el fin de temporada de una serie que no lo ha hecho del todo
mal o ha dejado unos cuantos cabos sueltos. Dar clase estos días tiene algo de
atender el mostrador de una tienda en liquidación. Conviene gestionar como
mejor se pueda cierta tristeza estacional que flota por ahí, buscando alguien
desprevenido o inerme en quien cebarse.
Esto no queda aquí,
pues. Pero sí es un buen momento para dar las gracias a todas las que habéis
venido aquí a buscar algo y, sobre todo, a traerlo. O sea, a buscar algo que
traer. Que es una de las formas más nobles de buscar en uno mismo, o de
buscarse a uno mismo. Ha sido un placer. Pase lo que pase, ¡que no decaiga!
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