viernes, 12 de junio de 2020

Cuando yo muera (Alejandro González)



El Club de Lectura es un empeño en el que el profesor de natación, que es quien les habla, también nada, y a veces también se ahoga. Puesto que nuestra dinámica nos ha llevado a la escritura, sobre todo, de poemas líricos (en prosa los de Disomnia; generalmente en verso los de Esther; siempre en verso los de Sergio), me ha parecido que lo que yo pudiera aportar como profesor de literatura no se podía deslindar de lo que yo, como escritor de poemas, hago o al menos intento.

Digamos que soy un ejemplo: en general, un mal ejemplo, un ejemplo de lo que no hay que hacer (esperar a los cuarenta y tantos para publicar mis versos, y hacerlo sin que el mundo parezca conmovido en lo más mínimo por el hecho); pero también un ejemplo, a lo mejor alentador, de cómo lo que sea que hay en los poemas es algo muy capaz de tenerte atrapado sin fin, más allá de la juventud y acaso hasta el final de tus días. Algo, en fin, que alimenta. Y tampoco está mal alcanzar, un poco más joven que Matusalén, el  reconocimiento de que te consideren publicable gentes que uno admira, como Elvira Lindo, Antonio Muñoz Molina y Luis Alberto de Cuenca (y sí: la lista acaba ahí; pero ¿a quién más querría añadir uno, si le dieran a elegir?).

Así que el poema de hoy es mío. Escrito, debo decir, en una racha muy productiva, que en parte pienso que está ligada a la actividad del Club (que a todos nos da energía), pero que es también una suerte de respuesta inmune de lo que en uno siga vivo contra la muerte cotidiana encarnada en los deberes escolares: correcciones, informes, papeleos y etc. Y de la Muerte habla el poema: no de la cotidiana, sino de la definitiva, personalizada según la vieja tradición medieval de las Danzas de la Muerte y las Coplas a la de su padre. Es un poema de esperanza, porque cuando uno va perdiendo cosas (y perdiendo, en general, el partido), llega un momento en que ya no es lícito, y sobre todo no es divertido, practicar la literatura como exploración incansable del malestar. Como le pasaba a Lucrecio con Epicuro, a mí, cuando me pongo un poco serio, me rezuma la enseñanza de Agustín García Calvo, su insistencia en que hacemos las cosas simplemente por si acaso, porque nunca se puede estar enteramente seguros de que no sirven para nada bueno. Al maestro, pues, remito. Va por ustedes.

Cuando yo muera, 
mi trocito peor se irá conmigo: 
mis caries, mis traiciones, mi molicie. 
Ojalá algo de tanto como anduve 
cantando y escribiendo, del cariño 
que encontré en los que amaba, 
tarde en morir un poco más que yo 
y deje de ser mío. Solo entonces 
dejará de morir, cuando no sepa 
la muerte en qué paquete empaquetarlo, 
en qué nicho enterrar las pertenencias 
a nadie (y a cualquiera) pertinentes. 
Ojalá que no sepa que te amé. 
Que te busque y se pierda. Que el amor 
la envuelva, la redima y la ensordezca. 


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