jueves, 11 de junio de 2020
Plata entre tus ojos (Andrea González)
Hay veces en las que ni la luna se asemeja al reflejo de mis ojos. Es de un gris que asusta, un gris que impone. Y en el cual fácilmente podrías ahogarte.
La percepción del tiempo cuando cae la noche se hace irrealizable, de un matiz intenso, no acostumbrado a quedar inundado en cenizas.
La brisa hace silbar los husmeantes cuerpos de los árboles, que envuelven, temblorosos, el aire; y dejan escapar suaves canciones de neblina entre el bosque.
En los claros, la densidad de la luz de la Luna parece poder apretarte el cuello, acogerte entre sus brazos, hablarte al oído. Su luz, frenética, busca copas entre las que deslizarse, y así inundar las orillas de la laguna.
Estigia tenía por nombre, y en sus aguas escondían los mortales sus últimos suspiros, sus más íntimos sollozos. Las cicatrices de un atardecer cuya claridad nunca volvería a bañar sus días.
Entre los rumores del viento, se queja a veces una barca. En mitad del silencio es posible escuchar el susurro del agua al apartarse para avanzar. En ella, la esperanza y el recuerdo rasgados por el Olvido. El pasado proyectado a expensas de sus ondas.
Caronte y su mirada de acero. Dueño de unos ojos a cuya firmeza sucumben dioses. Una mirada lenta, sustentada en plomo. Pausada, a su remo acompasada.
Aquella, la imagen de tu iris. Su vivo reflejo recorriendo cada una de las gotas del río, haciéndolas suyas. La Luna, sollozando entre los versos que huyen de tus labios de bronce. Yo, anhelando una bala perdida que pudiese devolverme a tu mirada argentada.
El metal vivo entre las entrañas de unas pupilas cargadas de plata.
La corazonada de ahogarme.
Ni Mercurio podrá salvarme.
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Vamos con el tercer punto, el tercer vértice del Club de Lectura. Tal como yo lo recuerdo, María González me dijo: 'Tienes que conocer a mi hermana'. Es el tipo de recomendación que yo respeto, vagamente seguro, como quien me habla, de que ahí va a haber algo, de que estamos sentando las bases que harán posible lo inevitable. Poco después, hubo un concurso literario en el centro y leí mi primera dosis de Andrea (o Disomnia, como la conocen las redes). Un texto que parecía escrito por una lectora fatal de Maldoror, Rimbaud y mis demás simbolistas amados; escrito por una chica de trece años que seguramente no los había leído, pero a la que aquel espíritu había poseído igualmente, quién sabe por qué medios. Como la reina de Saba dijo al ermitaño Antonio, no se ofrecía aquí al lector una mujer, sino un mundo: un universo propio, lleno de símbolos, que por su intensidad me recordaban a la escritura de mi amiga María Eva Ferrod. A ella, a mis simbolistas y a poco más: y pues no había leído a una ni a otros, Andrea era solo Andrea, y con su mundo habíamos topado. Y tocados por él vivimos los que la leemos. Esperando siempre la próxima dosis. Y entendiendo de sobra lo que no entendemos en absoluto.
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