EL TEXTO Y YO: CÓMO
LLEGAR A ENTENDERNOS
(ORIENTACIONES PARA EL
COMENTARIO DE TEXTOS)
Ante todo,
partamos de algo evidente: tan evidente que a menudo suele pasar desapercibido.
Un comentario de textos es siempre un texto por sí mismo, un texto (meta)literario:
literario porque busca decir cosas interesantes y decirlas bien; metaliterario
porque toma como punto de partida otro texto: es, pues, meta-literatura, literatura-sobre-literatura.
Como sucede en todo texto
literario, lo que vamos a decir en un comentario sólo en parte sigue un esquema
y un propósito racionales: lo más interesante puede ocurrírsete en el último
momento, sobre la marcha —y puede ser lo que, en apariencia, resulta marginal y
se sale del esquema previsto.
A pesar de eso, si nunca hemos hecho
un comentario de texto, es imprescindible tener alguna pauta útil. En lo que
sigue, vamos a examinar algunas cuestiones básicas que no conviene dejar sin
tratar; y que, probablemente, convenga tratar en este orden.
I. QUÉ ES ESTO QUE TENGO ENTRE LAS MANOS.
II. DE DÓNDE HA SALIDO.
III. CÓMO ESTÁ HECHO.
IV. A QUÉ JUEGA: QUÉ QUIERE DECIR.
I. QUÉ
ES ESTO QUE TENGO ENTRE LAS MANOS.
Casi siempre se tratará de un texto breve, de menos de
cinco páginas y quizá de una o dos a lo sumo (que son los que se dejan analizar
en un comentario de este tipo).
Comencemos la indagación: ¿es un texto original? ¿Es una
traducción al castellano de un texto compuesto en otra lengua?
Y sigamos: ¿es prosa? ¿Es verso?
Si es prosa, ¿qué es? ¿Un cuento? ¿Un fragmento de una
novela? ¿Un artículo de periódico? ¿Un fragmento de un ensayo?
Si es verso, ¿de qué se trata? ¿Es un poema breve,
completo (un soneto, un romance, etc.)? ¿Es un fragmento de un poema largo (un
poema épico)?
II. DE DÓNDE HA SALIDO.
Autoría
Parece claro que alguien tuvo que inventárselo. Así que
la primera pregunta es obligada: ¿tiene el texto autor conocido? ¿Es anónimo?
Un
autor concreto
Si tiene autor, no está de más investigar un poco sobre
él: cuándo y dónde vivió, qué tal le fue en la vida, con qué movimientos
literarios tiene relación. Hay autores que buscan desaparecer en la
obra, que esta tenga lo menos posible que ver con ellos (otra cosa es que lo
consigan); otros son de temperamento más bien exhibicionista-expresionista: su
obra habla sobre ellos, contiene referencias a su vida, no se puede entender bien
sin conocerla.
En la duda, conviene siempre averiguar algo sobre el
autor, por si nos sirve para entender mejor su obra, aunque sin perder de vista
esto: que si leemos el texto no es, fundamentalmente, por lo que nos dice sobre
el autor, sino por lo que nos hace a nosotros: si nos emociona, entretiene,
sorprende, ilumina. Eso es lo realmente importante.
Si el texto es una traducción, tiene en realidad dos
autores: el original y el traductor. Esto es siempre cierto, pero es
especialmente importante en las traducciones de poemas, donde el traductor
tiene que recrear la obra para conseguir que sea un poema en la lengua de
salida, como lo era en la de entrada. Los grandes traductores de poemas suelen
ser buenos poetas ellos mismos, y sus traducciones tienen tanto que ver con
ellos mismos como con el autor original.
Anonimia
y tradición
Si el texto es anónimo, esto puede significar dos cosas:
puede que haya un autor único y concreto, pero no haya querido firmar su obra.
Esto no suele ser cuestión de modestia, sino deseo de seguir vivo: muchas obras
anónimas, como el Lazarillo, fueron escritas por personas que temían las
consecuencias judiciales de lo que iban a publicar, y preferían renunciar a la
gloria que verse procesados por la Inquisición o citados a un juicio por
escándalo público.
Otras veces, sin embargo, lo que quiere decir anónimo es
que no hay un solo autor, sino muchos co-autores: que estamos ante un texto
tradicional, que forma parte del folklore. Es evidente que también en estos
casos a alguien se le tuvo que ocurrir la idea original: pero lo que nos llega
es el resultado de un largo proceso de trasmisión y reelaboración de esa idea.
Pongamos un ejemplo: yo me invento una historia y te la cuento a ti; tú se la
cuentas a dos amigas, que a su vez se la cuentan a otras dos personas, y así
una y otra vez, durante años y hasta siglos o milenios. Al final, lo que
tenemos son muchas historias distintas que se parecen en lo esencial, pero que
tienen multitud de detalles que las distinguen. De la historia original, tal
como la contó el primer autor, no queda nada: sólo sus ecos, sus
transformaciones. Es lo que sucede con los géneros tradicionales: por eso no
hay una versión única de un romance o un chiste, ni siquiera de un refrán.
Tampoco hay un (solo) autor, sino que todos aquellos que han trasmitido la
historia y la han modificado (añadiendo, quitando, modificando) serían
co-autores. El único nombre que tenemos seguro es el del informante,
aquel que nos cuenta a nosotros la historia.
Contexto histórico
Con las épocas pasa lo mismo que con los autores: tienen
mucho que ver con los textos —pero estos pueden, en cierta medida,
trascenderlas. Si leemos un texto para ver qué nos dice sobre la época y
circunstancias sociales en que se escribió, no lo estamos leyendo como
literatura, sino como documento histórico: lo cual puede resultar una actividad
muy interesante, pero no es lo que andamos intentando emprender aquí.
En cierto modo, la literatura es un intento de anular el
tiempo, de trascender cualquier época concreta y decir algo que interese a
cualquier lector de cualquier época y cultura. Los grandes temas, de los que
hablaremos luego, suelen ser universales: los encontramos en todas las épocas. Dicho
esto, está claro que no es lo mismo escribir sobre el amor desde una sociedad
en la que las relaciones prematrimoniales se consideran pecado y están
prohibidas que hacerlo desde otra en la que acostarte con tu novio es la cosa
más normal del mundo. Tampoco es lo mismo escribir sobre Dios en una sociedad
teocrática en la que todo el mundo cree en Él y se considera que el rey es su
imagen viviente que hacerlo desde una sociedad atea en la que el gobierno
enseña en las escuelas que Dios es un invento capitalista para hacer infelices
a los obreros y mantener en su puesto a los explotadores.
Así que situar el texto en una época determinada puede
también ser importante para entender por qué habla como habla sobre el amor, el
sentido de la vida, etc.
III. CÓMO ESTÁ HECHO.
Una vez le dijeron al músico francés Erik Satie que sus
piezas eran muy interesantes, pero no tenían forma. Satie, que tenía un
sentido del humor muy peculiar, respondió componiendo su obra Tres piezas en
forma de pera.
La sorna de Satie estaba justificada, pues, por supuesto,
sus piezas anteriores sí tenían forma: simplemente, el crítico no supo verla, o
no le agradó lo que vio. Lo que subyace en esta anécdota es que, para bien y
para mal, todo texto está construido de algún modo, de modo que para analizarlo
podemos y debemos hacernos preguntas como éstas: qué partes tiene; qué hay en
cada parte; si las partes tienen todas la misma importancia; etc.
Lo normal es que un texto busque dos cosas: la primera, engancharte,
interesarte, conseguir que sigas leyendo; la segunda, que no dejes de leer
hasta el final.
Para conseguir lo primero, es preciso que el texto
presente desde el principio algunas de sus cartas; para conseguir lo segundo,
que se guarde algún as en la manga hasta el final. Podríamos decir que debe
contener un cebo inicial, y ocultar hasta el final la guinda de la
tarta.
Textos narrativos
Planteamiento
En un texto narrativo, el cebo tiene que estar oculto en
el planteamiento: se te presenta de forma atractiva una historia, algo
que les está pasando a unos personajes en un lugar y un tiempo determinados. Es
capital que el narrador logre crear intriga: que te preguntes qué es lo
que va a pasar a continuación.
Para que haya historia, narración, tiene que haber
alguien que te la cuente:
- puede ser un narrador omnisciente, en tercera persona, que, como si fuera Dios, lo sabe todo sobre los personajes y lo sucedido;
- puede ser alguno de los personajes, que nos cuenta en primera persona lo que le pasó a él y a las personas de su entorno.
Como los dos recursos se han usado mucho, los inventores
de historias les dieron muchas vueltas y consiguieron llegar a una tercera
posibilidad sorprendente, que en realidad es una mezcla de las dos anteriores:
- el narrador es un amigo o conocido de los personajes, que no participa activamente en los hechos, y los conoce más o menos bien, pero no es omnisciente.
Localizando estos elementos: personajes; lugar
en que sucede la historia; tiempo en que sucede; quién nos la cuenta (narrador),
tenemos mucho ganado para el comentario. Hay algo más sutil, pero igualmente
esencial: cómo ha conseguido el autor que nos interesemos por lo que nos va a
contar. Si logras darte cuenta de eso, estás en el camino de ser tú mismo un
buen narrador (que es todavía mejor que hacer un buen comentario —y quizá
aquello para lo que el comentario querría servir).
Nudo
A medida que avanza la historia, las cosas (típicamente)
se complican. Es el desarrollo o nudo: los personajes suelen
tener algún problema o ambición, y se mueven (o los mueve el destino)
intentando lograr algo: por ejemplo, enamorar a alguien, vengarse, salvar el
mundo, salvar su matrimonio, encontrar el santo Grial, ganar la guerra, montar
un negocio o llegar a fin de mes. Algunos le llaman a esto la tarea del
héroe. Aunque sea exagerar un poco, está claro que algo tiene de
significativo o excepcional esto que los protagonistas intentan conseguir, porque
si no, no nos interesaría. En todo caso, tan interesante como lo que buscan los
personajes son los obstáculos que se van encontrando en el camino y cómo hacen
para intentar, con o sin éxito, remontarlos. La intriga suele tener que ver con
esto: si conseguirán o no lo que quieren, y qué forma tendrá su éxito o su
fracaso (forma de pera, por ejemplo…).
Si consigues dejar claro en tu comentario qué buscan los
personajes, qué problemas encuentran en su búsqueda y cómo reaccionan ante
ellos, has encontrado el núcleo de la historia, su ADN. Enhorabuena.
Desenlace
Por larga y por apasionante que sea una historia, todo
tiene su fin: en algún sitio hay que cortar y poner punto final. Si la obra
está bien hecha, el desenlace tiene siempre algo de amargo: nos apena
despedirnos de un mundo en el que ya nos sentimos como en casa, de unos
personajes que parecen haber sido desde siempre amigos o enemigos íntimos
nuestros, o hasta parte de nuestra familia. Para compensar esto, el autor suele
reservarnos una traca final, la guinda o vuelta de tuerca de la que
hablábamos antes. Típicamente, a última hora, las cosas se complican inesperadamente:
parece que el bueno va a perder, alguien resulta no ser quien parecía,
nada es exactamente como pensábamos: aparecen datos imprevistos que modifican
nuestra visión de todo lo anterior. Las vueltas pueden ser vertiginosas: los
que dábamos por muertos resucitan; el narrador resulta ser el asesino que
íbamos buscando desde la primera página; todo resulta ser un mal sueño. Esta
sorpresa final, sobre todo si va acompañada de un happy end, nos
deja un buen sabor de boca y la sensación de haber asistido a un estallido
gradual que por fin llega a su plenitud. Todo está atado y bien atado,
terminado como es debido.
Claro que los narradores (y los lectores) se cansan
también de que las cosas sean siempre igual. ¿Y si el final es sorprendente,
pero de otro modo que el establecido? De todas las sorpresas, la más desconcertante es que el final consista en que no hay final: es el llamado final abierto,
en que el travieso narrador, después de tenernos horas cavilando sobre lo que
iba a pasar, corta el hilo en el último momento y nos deja la responsabilidad
de imaginar qué pasará a continuación. Bien llevado, un final abierto
puede ser placentero; pero es un gusto adquirido, para consumidores
experimentados a los que aburre el happy end convencional y las convenciones
en general.
El reverso del happy end es el final trágico,
en el que sucede lo peor: los buenos mueren, todos los esfuerzos realizados
resultan inútiles, el mal triunfa. La tragedia es también un gusto
relativamente minoritario, pero se utiliza bastante como forma de protesta y
denuncia: el escritor espera que la ira que sentimos contra los malos se
convierta en indignación activa, y que en la vida cotidiana intentemos
conseguir lo que en la ficción no ha sido posible: hacer justicia. También puede
ser la expresión sincera del pesimismo del autor; o sonar a moraleja: quien
mal anda, mal acaba. Los personajes han hecho mal, y tenemos que aprender
de sus errores para no cometerlos nosotros.
El desenlace, en cualquier caso, da su sentido último al
texto, al proporcionarnos una perspectiva desde la cual valorar el conjunto de
los hechos: ¿merecieron la pena? ¿Tuvieron los personajes buena, mala suerte?
¿La que se merecían? Determinar esto, y los elementos sorprendentes que
presenta el final, es fundamental en el comentario de un texto narrativo.
Después de todo, como dice el refrán: los gitanos no quieren sus hijos con
buenos principios, sino con buenos finales. La última pincelada decide el
cuadro.
Textos
poéticos
Como sabes, algunos textos son a la vez poéticos y
narrativos: así, las obras épicas y los romances. Todo lo que hemos dicho sobre
los textos narrativos se les puede y debe aplicar, por tanto.
La poesía puede servir también para muchas cosas: desde
explicar astronomía (poesía didáctica) hasta hacer chistes crueles sobre los
defectos de la gente (sátira). Sin embargo, lo más común es que, cuando los
textos poéticos no son narrativos, sean líricos, es decir: busquen
emocionar a quien los lee o escucha.
La forma de los poemas líricos tiene mucho que ver con la
estrategia que siguen para emocionarnos. Una opción que el poeta tiene que
tomar conscientemente es ésta:
- utilizar una forma tradicional, que en seguida se reconoce como tal (soneto, romance...), de modo que el lector se pregunte cómo va a ser esta versión original y particular del modelo, qué provecho le va a sacar al esquema el autor.
- dejar fluir sus emociones en una forma menos definida y cerrada, de modo que el lector no sepa cómo va a ser el poema, y tenga que ir haciéndose una idea a medida que lo lee.
Ambas opciones tienen ventajas e inconvenientes, y en
cualquier caso determinan decisivamente el aire del texto, además de
situarlo dentro de las corrientes literarias: tradición o modernidad,
musicalidad o prosaísmo, etc. Echemos un vistazo a los dos caminos y veamos
cómo influyen en nuestro comentario.
Formas métricas regulares
Cada forma poética tiene su propia tradición, su propia
historia o memoria. Al hacer un soneto o un romance, tenemos debajo del
texto que escribimos todos los demás que se han escrito según la misma
plantilla, y sobre todo aquéllos célebres o clásicos. Esto supone una
responsabilidad bastante grande, aunque tiene también sus ventajas: como
comentaristas que somos, podemos ir viendo en qué medida el texto que
comentamos dialoga con la tradición a la que pertenece, repitiendo sus temas y
fórmulas característicos, variándolos con originalidad y osadía, citándolos,
parodiándolos, evitándolos...
Básicamente, hay dos familias
expresivas dentro del verso clásico castellano: a la primera la podemos llamar
nacional-popular y a la otra italianizante-culta.
·
NACIONAL-POPULAR: el verso característico
de la poesía popular española es el octosílabo, dispuesto de modo que los
impares quedan libres y los pares riman entre sí en asonante. Muchos cantares
populares son coplas, es decir:
8 –
8a
8 –
8a
Si prolongamos la serie indefinidamente, en vez de copla obtenemos
un romance:
8 –
8a
8 –
8a
8 –
8a
...
Por cómo han
sido usados, el octosílabo y la rima asonante tienden a sonar sencillos,
toscos, populares, fáciles, directos, naturales, sin artificio ni
complicación. Los tenemos tan metidos en la cabeza que es muy común que cuando
nos lanzamos a hacer versos sin pensarnos muy bien cómo nos encontremos
haciendo variaciones de coplas o romances.
·
ITALIANIZANTE-CULTA:
La rima consonante surge en castellano como una
alternativa culta a la rima asonante de los poemas populares. En principio, se
expresa en versos alejandrinos (mester de clerecía), pero en el siglo
XVI Garcilaso de la Vega impone la que desde entonces es su forma definitiva:
el verso endecasílabo, importado de la poesía italiana. La expresión más
típica de la poesía italianizante en endecasílabos es el soneto,
forma clásica por excelencia con la que todo poeta que se precie tiene que
lidiar alguna que otra vez.
El endecasílabo aparece a menudo combinado con su hermano
menor, el verso heptasílabo: el cóctel de ambos forma la lira,
la silva y la estancia. Como un alejandrino no es más que dos heptasílabos
unidos (7 + 7), desde finales del XIX la pareja se convierte en trío: 7, 11 y
14 combinan perfectamente entre sí. El soneto modernista se escribe
combinando versos de 11 y de 14, o en versos de 14.
En autores más modernos, como Juan Ramón Jiménez, Luis Cernuda
o Pablo Neruda, lo que parece verso libre es en realidad una combinación muy
sofisticada de versos impares italianizantes-cultos: 7, 11 y 14, junto con
otras medidas compatibles: 5, 9, 13, 15. Sólo ocasionalmente aparece algún
verso par.
La tradición italianizante culta va unida a una visión
idealizada del amor, cuyo exponente típico es el italiano Petrarca, que dedicó
toda su obra a un amor platónico, Laura, a la que el parecer no llegó ni a
rozar en toda su vida. En honor suyo, se llama también petrarquista a esta escuela.
Cuando elegimos este registro, la forma nos pide naturalmente
elegancia, ingenio y belleza. En general, un soneto bien hecho o es
extremadamente bello y sentido (tirando por el lado idealista) o desarrolla con
precisión matemática una idea humorística (tirando por el lado ingenioso,
satírico, quevedesco).
·
CRUZANDO
LAS TRADICIONES
Los artistas se resisten siempre a las formas de expresión
estereotipadas y a las alternativas binarias. Básicamente, el cruce entre las
dos tradiciones de las que acabamos de hablar toma dos formas:
- ennoblecer el octosílabo (poniéndole rima consonante y dándole forma estrófica fija: décima, octavilla);
- popularizar el endecasílabo (utilizándolo con rima asonante en los pares, como en coplas y romances: — A — A).
Lo primero es característico de la poesía barroca y del primer
romanticismo (Espronceda, Zorrilla). Lo segundo, de los románticos tardíos
(Bécquer, Rosalía).
Formas
métricas irregulares
Cuando el verso utilizado no tiene medida fija ni rima,
hablamos de verso libre. A menudo, no está clara la frontera
entre este verso libre y la prosa poética; pero otras veces el
poema tiene un ritmo muy marcado, sólo que éste, en vez de venir dado por el
número de sílabas y la rima, tiene que ver con la sintaxis. En vez de
repetirse, al final de cada verso, la rima, lo que se repite, por ejemplo, es
el principio de cada verso (anáfora):
De golpe me acepto confundido y
completo.
De golpe el universo me acaricia
con sus pétalos.
También es común que se repita la estructura sintáctica de la
frase (paralelismo):
Los pájaros saben cuándo
marcharse;
yo ya no recuerdo ni qué
día es hoy.
El paralelismo resulta especialmente eficaz para comparar y
contrastar dos cosas distintas: los pájaros / yo; saber / no
recordar (antítesis).
El verso libre surge a finales del XIX e inicios del XX como
rechazo de la musicalidad del verso tradicional, que llegó a resultar
excesivamente previsible y monótona. Luis Cernuda escribió que, si los versos
deben tener música, él prefería una música callada, sutil, que apenas se
percibe. Esta música exige un oído aún más fino que el de la poesía
tradicional, por lo que, en realidad, sólo está al alcance de quien domina ya
ésta. En general, tiende a evitarse la alternancia de versos pares e impares a
una sílaba de distancia: 7 y 8, 11 y 12, etc.
Por el uso que ha recibido históricamente, tendemos a esperar
que un poema en verso libre suene original, evite todo lo que recuerde al verso
tradicional y sea inconformista tanto en la forma como el contenido. Al no
haber una plantilla o esquema previos, es como una improvisación o meditación
que refleja la naturalidad con que asociamos ideas cuando pensamos.
Cabe quizá diferenciar dos registros característicos de
verso libre:
- el estridente o vanguardista: ruptura de la sintaxis, asociación sorprendente de ideas, cAmbioZZ sORprendennteS de grafías, alternancia de versos muy cortos y muy largos (vanguardias);
- el contenido o elegante: sintaxis perfecta y compleja, música callada y sutil, expresión trasparente, natural, coloquial y en cierto modo clasicista (Juan Ramón, Cernuda).
IV. A QUÉ JUEGA: QUÉ QUIERE DECIR.
Aunque, después de llevar leídos tantos folios, esto
quizás te exaspere, ha llegado la hora de reconocerlo: todo lo que hemos dicho
hasta ahora no es, en cierto modo, sino el prólogo a lo realmente importante,
la cáscara de la naranja o el celofán que envuelve el libro.
En el fondo, lo que un texto siempre pretende, y la razón
de que lectores y lectores vuelvan a él, es que busca y consigue producir en el
receptor un efecto determinado: emocionarte, maravillarte, convencerte de algo,
indignarte. O varias de estas cosas al
mismo tiempo.
Si los textos llegan a tocarnos la fibra sensible, es
porque tienen que ver con experiencias que a todos nos tocan muy de cerca,
antes o después: el amor, el desengaño, el (sin)sentido de la vida, la lucha
contra la injusticia, la fidelidad o traición a los propios ideales, el
envejecimiento, la muerte de los seres queridos, el conflicto entre la
apariencia y la verdad, la premonición o imaginación de nuestra propia muerte.
Los textos hablan sobre estas vivencias: podemos decir,
por tanto, que éstas constituyen temas universales y eternos.
Ahora bien, sobre un mismo tema se pueden decir mil cosas
distintas: no es lo mismo una
historia preciosa sobre cómo dos niños sin experiencia descubren el primer
amor, una experiencia maravillosa que marca sus vidas, que la historia de cómo
Don Juan Tenorio va enamorando damas para después abandonarlas, romperles el
corazón y presumir de sus conquistas. No
es lo mismo despedirse emocionadamente de un ser querido que acaba de
morir con la esperanza de reunirse dentro de poco con él en el Paraíso que
despedirse de él sabiendo que no hay nada tras la muerte y que sólo nos queda,
mientras vivamos, su recuerdo.
Por lo tanto, no basta con determinar el tema del
texto (como cuando decimos: es un poema de amor o
es un cuento de terror). Hay que entrar en detalles, ver qué tiene
que decirnos el texto sobre ese tema (por ejemplo: de qué amor se trata: el
primer amor, uno de tantos o el último y definitivo; un amor correspondido,
intermitente, asimétrico, imposible; apasionado, platónico, sobrevenido...; o
qué es lo que da miedo: el muerto que vuelve de la tumba, el libro maldito que
contiene secretos espantosos sobre la naturaleza del universo; un virus
contagioso que se extiende imparable; una invasión extraterrestre...).
Y una vez determinado de qué va el texto, a qué
juega, viene lo más importante de todo: cómo juega sus cartas, cómo utiliza los
recursos a su alcance para emocionarnos, intrigarnos, hacernos reflexionar,
etc. Hay que releer el texto desde esta perspectiva e ir subrayando y
comentando todos los trucos y recursos que sirven para cumplir el propósito del
texto.
Un error común es concebir el texto como un campo minado
en el que ir catalogando y señalando las figuras: este texto tiene ocho
metáforas, tres símiles y cinco aliteraciones (y unos cincuenta caracteres
alfanuméricos combinados con repetición). La cuestión verdadera es: si el texto
habla, por ejemplo, de la confusión entre ilusión y verdad, ¿cómo aparece ésta
en el texto? La respuesta puede ser, por ejemplo: el mundo se compara con un
espejo empañado, con sombras chinescas proyectadas sobre un muro, con un
holograma, con un sueño, con un mensaje escrito en código que hay que
descifrar, con una fachada que oculta el interior, con un recipiente que parece
contener una cosa y en realidad guarda otra muy distinta. O también ésta: los
versos impares señalan la apariencia (bien puede ser x) pero los pares
la ponen en duda (pero y no puede ser).
Se trata de destacar, a la luz del propósito del texto
(lo que éste quiere decir y hacer) cómo su estructura y todos los recursos
literarios que presenta están al servicio de esta intención. Por ejemplo, en
una novela policiaca nos interesará muy especialmente comprobar estos aspectos:
cómo se resalta la inteligencia, integridad y originalidad del investigador;
cuáles son las dificultades de la investigación y cómo responde el investigador
a las mismas; cómo se nos van dando gradualmente pistas sobre la duda esencial
(¿quién mató a quién, cómo, cuándo, por qué, dónde?), qué sorpresas aparecen al
final, en qué medida resulta éste convincente. Etc.
V. RECAPITULANDO: ELOGIO DE LA TAREA
Aunque su presentación como asignatura, tarea evaluable,
obligación, prueba circense, etc., haga todo lo posible por disimularlo, en
realidad la literatura sólo tiene un objetivo: el placer. Incluso un final
trágico o abierto, que te deja indignado, deprimido o desconcertado, te deja
una impresión de estar más vivo y alerta, como después de haber dado unas
brazadas en agua muy fría: y esa sensación de vida y de mayor comprensión es
siempre placentera.
Uno no debe enfocar el comentario como un diseccionador
de cadáveres, sino como un cómplice que comprende y comparte la intención del
texto (aunque no necesariamente apruebe sus resultados) y comenta las jugadas
más importantes y significativas del mismo. En vez de ser lectores pasivos, al
analizar nos implicamos en el texto y lo redibujamos.
Siempre haremos, querámoslo o no, nuestra lectura:
en cierto modo es el texto el que nos lee o pone a prueba a nosotros, pues
somos nosotros los que le damos sentido y respondemos a las propuestas e
incógnitas que nos va planteando. Analizar es siempre analizarnos (y por eso el
comentario, que evalúa el texto, sirve también para evaluarnos a nosotros
mismos y para que otros nos evalúen). Por eso, una lectura perezosa y
superficial es un espejo que refleja nuestra propia pereza y superficialidad;
mientras que, cuando acertamos a descubrir y señalar la agudeza de una
metáfora, es nuestra propia agudeza la que estamos desarrollando y despertando.
El objetivo del comentario es hacernos mejores lectores y
despertar lo que de autor hay en nosotros: dejarnos hablar a partir de lo que
otros hablaron, de forma que lo que decimos no desmerezca de aquello sobre lo
que hablamos. Hacer justicia a otros es hacérnosla a nosotros mismos: entender
de veras un texto es empezar a merecerlo. Pocas cosas hay más útiles, y desde
luego ninguna dentro de la asignatura de Literatura.
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