lunes, 20 de noviembre de 2017

Club de lectura: Escribir entre líneas (I)





Las cosas, por su nombre. O no.

Al pan, pan y al vino, vino, dice el refrán. Pero ¿sabe el pan que se llama pan? Según nos aclaran los lingüistas, las palabras son signos cuya apariencia (el significante) no guarda ninguna relación con su interior (el significado). No se parece nada el pan a pan, como no se parece a bread o a ψωμí (pan, en griego). 

No hay, pues, tal cosa como un nombre verdadero, claro, natural de las cosas. O, al menos, si hay un nombre verdadero de las cosas, lo único que sabemos con certeza sobre él es que no es el nombre con el que cada tribu de humanos se refiere a ellas en su lengua particular (sea el inglés o el swahili). Las cosas (qué remedio) se dejan llamar por nosotros. Nos escuchan, quizá; pero no responden.

¿Hubo, habrá alguna vez un nombre verdadero de las cosas? No pocos mitos, leyendas, historias fantásticas, hablan de esto. Los magos, nos dice una de ellas (Un mago de Terramar, de la gran Ursula K. Le Guin), aprenden en su Escuela el nombre verdadero de las cosas, la fórmula mágica que sirve para que estas se den por aludidas y nos hablen a su vez, respondiendo a nuestras preguntas (Ondas de mar de Vigo, / ¿si vistes meu amigo?) y ejecutando, incluso, nuestras órdenes. 

Es un sueño, claro. Pero los sueños tienen su importancia. Son una síntesis muy poderosa de nuestros deseos y temores. Y, curiosamente, también en ellos están ¿escritos, compuestos?, más veces sí que no, en algún tipo de clave, que sabios como Artemidoro y Sigmund Freud han intentado descifrar.

¿En qué lengua podrían estar esos nombres veraces de las cosas? Descartadas las lenguas humanas conocidas, solo queda pensar en otras que nunca existieron, o que se han olvidado: la lengua, por ejemplo, que Dios enseñó a Adán y Eva para que pudieran charlar con él, y que Adán utilizó para ponerles nombre a los animales. Una lengua que se perdió cuando los obreros de la torre de Babel ofendieron a Dios con su deseo de subir por la torre, como por una escalera, hasta el cielo. Tras confundir las lenguas de todos ellos, se inaugura la era de las lenguas modernas, que parece que nombran las cosas, pero en realidad redirigen todas a un árido y desolador 404. 

Otras lenguas hay más o menos perdidas, que solo conocen los sabios, aquellos que se mueven por el pasado como si siguiera, de algún modo misterioso, presente. El latín, en especial, ha seducido a muchos de los que buscaban un nombre mejor, más noble, para las cosas. Linneo, el creador de la nomenclatura científica con la que nombramos a los diversos animales y plantas, les fue poniendo a todos nombre en latín: así, de un simple gato doméstico sacó un Felis silvestris catus; de un ciruelo, una Prunus domestica. Todavía en Hogwarts muchos nombres de conjuro son, simplemente, palabras latinas pasadas por la mente un tanto traviesa y olvidadiza de J. K. Rowling (que, por lo que vemos, no siempre asistió con el fervor de Hermione a sus clases de latín): Leviosa (de levo, levantar), Petrificus Totalus, Desmaius, Nox, Crucio...

La poesía, en fin (y, confesémoslo, a eso íbamos) también conoce su propia utopía léxica, el anhelo de una palabra de poder, mágica, capaz de eliminar la distancia entre el nombre y lo nombrado. Juan Ramón Jiménez, que se veía a sí mismo como un poeta pero también (y por eso mismo) un sacerdote pagano de la Belleza, escribió por ejemplo este poema, en que le pide a la Inteligencia (que aunque no lo parezca fue también un dios pagano: el Nous) que le dé las contraseñas secretas del mundo.

¡Inteligencia, dame
el nombre exacto de las cosas!
… Que mi palabra sea
la cosa misma,
creada por mi alma nuevamente.
Que por mí vayan todos
los que no las conocen, a las cosas;
que por mí vayan todos
los que ya las olvidan, a las cosas;
que por mí vayan todos
los mismos que las aman, a las cosas…
¡Inteligencia, dame
el nombre exacto, y tuyo,
y suyo, y mío, de las cosas!

No escribía Juan Ramón en latín o en élfico, sino en un castellano (a veces, andaluz) que, jotas aparte (jigante, Jorje, jenio), no era en principio distinto del de sus contemporáneos (ni del nuestro).  Tampoco inventó, como Tolkien u otros creadores de mundos, una o varias lenguas propias que solo él pudiera utilizar o entender. Sus milagros, muchos o pocos, los hizo con el español corriente y moliente. 

¿Cómo entender, entonces, esta referencia a un nombre exacto de las cosas que no sería una etiqueta pegada a ellas, sino la cosa misma: como una ubicación de Google Maps que permite al que la recibe ir directamente a las cosas? Un nombre que, si ha de servir para empresa tan ambiciosa, no puede ser propiedad exclusiva de nadie (ni de las cosas mismas, ni del poeta ni de sus lectores), sino que ha de ser común a todos ellos. 

Digámoslo ya: para JRJ, este lenguaje secreto, distinto al idioma en que nos comunicamos normalmente, y formado sin embargo por las mismas palabras que este, no es otro que la palabra poética; o dicho, de otro modo, la poesía misma.

Como un Doble del lenguaje corriente, la poesía utiliza las palabras de tal modo que las hace (¿o les permite?) hacer lo que normalmente no pueden: establecer una relación directa con aquello de lo que hablan. El lenguaje normal nos permite nombrar una rosa, y aludir a ella; la palabra poética nos permite, en palabras de Vicente Huidobro, hacerla florecer en el poema, es decir, hacer un poema de algún modo, sin dejar de ser un grupo de palabras, tenga el colorido, el aroma y el misterio de una rosa. Si la operación mágica es correcta, no tenemos la sensación de estar ante 'un poema sobre la rosa', sino de una rosa hecha poema, hecha palabras, verbalizada.
¿Es esto de veras posible? Bueno, no cabe duda de que es soñable. Y de que detrás de muchos poemas o imágenes especialmente memorables late este deseo de acercarse a las cosas de una manera mucho más íntima y directa de lo que normalmente es posible, a través de un uso peculiar, poético, de las palabras. Un decir que, como vamos a ver, se parece poco o nada a la idea popular de 'llamar a las cosas por su nombre'; se trata, por el contrario, de abrir por procedimientos imprevistos una brecha en la pared que generalmente nos separa de las cosas, y que no es otra cosa que la creencia en que sabemos lo que son, y en que ese saber es todo lo que saberse puede sobre ellas.

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