Las cosas, por su nombre. O no.
Al pan, pan y al vino, vino, dice el
refrán. Pero ¿sabe el pan que se llama pan? Según nos aclaran los lingüistas,
las palabras son signos cuya apariencia (el significante) no guarda ninguna
relación con su interior (el significado). No se parece nada el pan a pan, como no se parece a bread o a ψωμí (pan, en griego).
No hay, pues,
tal cosa como un nombre verdadero, claro, natural de las cosas. O, al menos, si
hay un nombre verdadero de las cosas, lo único que sabemos con certeza sobre él
es que no es el nombre con el que cada tribu de humanos se refiere a ellas en
su lengua particular (sea el inglés o el swahili). Las cosas (qué remedio) se
dejan llamar por nosotros. Nos escuchan, quizá; pero no responden.
¿Hubo, habrá
alguna vez un nombre verdadero de las cosas? No pocos mitos, leyendas,
historias fantásticas, hablan de esto. Los magos, nos dice una de ellas (Un mago de Terramar, de la gran Ursula
K. Le Guin), aprenden en su Escuela el nombre verdadero de las cosas, la
fórmula mágica que sirve para que estas se den por aludidas y nos hablen a su vez,
respondiendo a nuestras preguntas (Ondas
de mar de Vigo, / ¿si vistes meu amigo?) y ejecutando, incluso, nuestras
órdenes.
Es un sueño,
claro. Pero los sueños tienen su importancia. Son una síntesis muy poderosa de
nuestros deseos y temores. Y, curiosamente, también en ellos están ¿escritos,
compuestos?, más veces sí que no, en algún tipo de clave, que sabios como
Artemidoro y Sigmund Freud han intentado descifrar.
¿En qué lengua
podrían estar esos nombres veraces de las cosas? Descartadas las lenguas humanas
conocidas, solo queda pensar en otras que nunca existieron, o que se han
olvidado: la lengua, por ejemplo, que Dios enseñó a Adán y Eva para que
pudieran charlar con él, y que Adán utilizó para ponerles nombre a los
animales. Una lengua que se perdió cuando los obreros de la torre de Babel
ofendieron a Dios con su deseo de subir por la torre, como por una escalera,
hasta el cielo. Tras confundir las lenguas de todos ellos, se inaugura la era
de las lenguas modernas, que parece que nombran las cosas, pero en realidad
redirigen todas a un árido y desolador 404.
Otras lenguas
hay más o menos perdidas, que solo conocen los sabios, aquellos que se mueven
por el pasado como si siguiera, de algún modo misterioso, presente. El latín,
en especial, ha seducido a muchos de los que buscaban un nombre mejor, más noble, para las cosas.
Linneo, el creador de la nomenclatura científica con la que nombramos a los
diversos animales y plantas, les fue poniendo a todos nombre en latín: así, de
un simple gato doméstico sacó un Felis
silvestris catus; de un ciruelo, una Prunus domestica. Todavía en Hogwarts
muchos nombres de conjuro son, simplemente, palabras latinas pasadas por la
mente un tanto traviesa y olvidadiza de J. K. Rowling (que, por lo que vemos,
no siempre asistió con el fervor de Hermione a sus clases de latín): Leviosa
(de levo, levantar), Petrificus Totalus, Desmaius, Nox, Crucio...
La poesía, en fin
(y, confesémoslo, a eso íbamos) también conoce su propia utopía léxica, el
anhelo de una palabra de poder, mágica, capaz de eliminar la distancia entre el
nombre y lo nombrado. Juan Ramón Jiménez, que se veía a sí mismo como un poeta
pero también (y por eso mismo) un sacerdote pagano de la Belleza, escribió por
ejemplo este poema, en que le pide a la Inteligencia (que aunque no lo parezca
fue también un dios pagano: el Nous) que le dé las contraseñas secretas del
mundo.
¡Inteligencia, dame
el nombre exacto de las cosas!
… Que mi palabra sea
la cosa misma,
creada por mi alma nuevamente.
Que por mí vayan todos
los que no las conocen, a las cosas;
que por mí vayan todos
los que ya las olvidan, a las cosas;
que por mí vayan todos
los mismos que las aman, a las cosas…
¡Inteligencia, dame
el nombre exacto, y tuyo,
y suyo, y mío, de las cosas!
el nombre exacto de las cosas!
… Que mi palabra sea
la cosa misma,
creada por mi alma nuevamente.
Que por mí vayan todos
los que no las conocen, a las cosas;
que por mí vayan todos
los que ya las olvidan, a las cosas;
que por mí vayan todos
los mismos que las aman, a las cosas…
¡Inteligencia, dame
el nombre exacto, y tuyo,
y suyo, y mío, de las cosas!
No escribía Juan Ramón en latín o en élfico,
sino en un castellano (a veces, andaluz) que, jotas aparte (jigante, Jorje, jenio), no era en
principio distinto del de sus contemporáneos (ni del nuestro). Tampoco inventó, como Tolkien u otros
creadores de mundos, una o varias lenguas propias que solo él pudiera utilizar
o entender. Sus milagros, muchos o pocos, los hizo con el español corriente y
moliente.
¿Cómo entender, entonces, esta referencia a un nombre exacto de las cosas que no sería
una etiqueta pegada a ellas, sino la cosa
misma: como una ubicación de Google Maps que permite al que la recibe ir
directamente a las cosas? Un nombre
que, si ha de servir para empresa tan ambiciosa, no puede ser propiedad
exclusiva de nadie (ni de las cosas mismas, ni del poeta ni de sus lectores),
sino que ha de ser común a todos ellos.
Digámoslo ya: para JRJ, este lenguaje secreto,
distinto al idioma en que nos comunicamos normalmente, y formado sin embargo
por las mismas palabras que este, no es otro que la palabra poética; o dicho, de otro modo, la poesía misma.
Como un Doble del lenguaje corriente, la poesía
utiliza las palabras de tal modo que las hace (¿o les permite?) hacer lo que normalmente no pueden:
establecer una relación directa con aquello de lo que hablan. El lenguaje
normal nos permite nombrar una rosa, y aludir a ella; la palabra poética nos
permite, en palabras de Vicente Huidobro, hacerla
florecer en el poema, es decir, hacer un poema de algún modo, sin dejar de
ser un grupo de palabras, tenga el colorido, el aroma y el misterio de una
rosa. Si la operación mágica es correcta, no tenemos la sensación de estar ante
'un poema sobre la rosa', sino de una rosa hecha poema, hecha palabras, verbalizada.
¿Es esto de veras posible? Bueno, no cabe duda
de que es soñable. Y de que detrás de
muchos poemas o imágenes especialmente memorables late este deseo de acercarse
a las cosas de una manera mucho más íntima y directa de lo que normalmente es
posible, a través de un uso peculiar, poético,
de las palabras. Un decir que, como vamos a ver, se parece poco o nada a la
idea popular de 'llamar a las cosas por su nombre'; se trata, por el contrario,
de abrir por procedimientos imprevistos una brecha en la pared que generalmente
nos separa de las cosas, y que no es otra cosa que la creencia en que sabemos
lo que son, y en que ese saber es todo lo que saberse puede sobre ellas.
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