El ironista en la corte de los sabihondos
La etimología llama a la puerta.
¡La hemos llamado tantas veces en nuestra ayuda! ¿Cómo hemos podido olvidarla
esta vez? Viene, nos dice, a darnos su opinión sobre el asunto. ¿La ironía?, dice. ¡Una pregunta! ¡Una docta ignorancia!
Y nos habla de Sócrates. Es el
siglo V antes de Cristo y Atenas parece un escenario teatral, lleno de artistas
invitados. Son los sofistas: maestros de la palabra que han venido desde
tierras lejanas a sacar a los atenienses de su simpleza. Cobran caras sus
lecciones, y hay por qué. Un sofista, lo dice la gente, es capaz de volver
bueno lo malo y negro lo blanco. Con un sofista de tu parte, puedes convencer
al jurado de que si mataste a Fulano, fue por hacerle un favor; y si robaste a
Mengano, fue porque daba ya pena verlo agobiado por el peso de tanto dinero.
Son abogados, los sofistas, de esos que defienden al culpable con la misma
seguridad que al inocente; con mayor entrega, de hecho, pues poco mérito tiene
hacer lo fácil y decir lo evidente. No está, en cambio, al alcance de
cualquiera volver fuerte el argumento débil: ganar un pulso con la mano rota.
Quizá pienses que, teniendo la
razón, no necesitas estas malas artes. Te equivocas. ¿De qué sirve, pregunta el sofista, tener razón si no logras hacer ver a los demás que la tienes? Y le
das la razón, porque la tiene. Por otro
lado, añade, ¿qué más da no tenerla
si puedes convencer a los demás de que la tienes?
Hay que hacer algo con estos
sofistas. Los atenienses sienten gratitud hacia estos maestros de astucia.
Pero, bajo su magisterio, la ciudad se ha vuelto de una agudeza insoportable.
Todo el mundo miente. O, al menos, no hay ya verdad que circule sin sospecha,
sin una sonrisilla. Es como si la sombra que acompaña todas las cosas, su alter ego, se las hubiera zampado en
algún momento, y ahora fuera lo que se dice solo un pretexto de lo que se
insinúa. Muchos visten ropa blanca / y
¡Dios me guarde! por dentro.
¿Qué hacer con estos monstruos?
Los griegos vuelven la mirada a sus cuentos y a sus templos, y encuentran allí
la respuesta. Para acabar con el monstruo cuya mirada convierte en piedra, solo
hay un remedio: el espejo. Rebota, rebota
y en tu culo explota. El veneno vertido revierte, vuelve a cobro revertido,
y así el que a hierro mata, a hierro
muere.
Hay que combatir el humor con la seriedad, y la seriedad con el humor,
avisa uno de los sofistas. Si el contrario es chistoso, hay que hacer notar que
estamos hablando de algo serio, afearle su frivolidad; pero si se pone solemne,
nos reiremos de la importancia que se da y haremos notar lo ridículo de su
pose, lo chistoso del caso.
De entre los atenieses, sin
embargo, avanza un hombre, más bien feo, no muy joven, claramente inseguro. Es
Sócrates, hijo de Sofronisco. Se ha enterado de que hay en la casa un sofista,
uno de esos hombres que sabe más que los peces de colores. Y viene a aprovechar
esta magnífica oportunidad de aprender de los que saben. Seguro que el sofista,
profesor de todas las materias (todólogo,
diríamos hoy), tendrá piedad de un alumno tan torpe y se avendrá a solucionar
sus dudas.
Y son dudas tremendas. Duda
Sócrates, para empezar, si es lo mismo enseñar algo que convencer a alguien de
que ya sabe lo que hay que saber sobre ese tema. Si convencemos al enfermo de
que ya se ha curado, ¿desaparece su enfermedad? Si pasamos a llamar ciruelo al manzano, ¿nos dará ciruelas?
El sofista, en fin, ¿es un hombre que sabe, un sabio, o alguien que ha
aprendido a explotar la ignorancia ajena?
Nace así la ironía socrática, madre, nos dice el etimologista, de todas las
demás. Sócrates no finge al declararse ignorante: como él mismo nos dice, solo sabe una cosa: que no sabe nada.
Pero finge a conciencia cuando interroga a los sofistas, haciendo ver que los
respeta y que desea aprender algo de lo mucho que saben. Sus preguntas tienen
todas una punta escondida, y bajo su interrogatorio, el sofista se va
arrugando, cual Mago de Oz, hasta terminar reconociendo que él no sabe curar,
ni llamar a las cosas por su nombre, ni siquiera ayudar a alguien a decidir qué
es lo justo.
Contra el humor sardónico,
resabidillo, como de hiena, del sofista (ese hombre que no puede evitar reírse
de sus propios chistes), Sócrates utiliza, a modo de espejo, otro tipo de humor:
el del simplón al que no puedes engañar con truquillos y sutilezas. Y es de ese
hacerse pasar por tonto, de esa docta estulticia, de donde manan las aguas de
todas las ironías futuras.
Es un juego peligroso. Sócrates,
el salvador de los atenienses, lleva un espejo que utiliza para reflejar al
sofista al que quiere destruir. Pero la multitud mira el espejo y ve al
monstruo. Sócrates les parece un sofista más, y acaso el peor. Después de todo,
los otros son extranjeros, pero él es ateniense: ¿qué hace jugando a esas
cosas?; peor aún, los otros cobran, así que solo dan clase a quien lo pide y
puede pagarlo. Sócrates, en cambio, importuna con sus preguntas a todo el que
se le pone por delante. No solo azuza a los sofistas. Cualquiera que crea saber
lo que son las cosas (y de esos, ¡cuántos hay!) es objeto de sus
interrogatorios. Si te oye decir, por ejemplo, que Fulano es un héroe, un
valiente, te preguntará en qué consiste eso de ser valiente. Pues en no tener miedo, le dirás. Y
entonces él te preguntará: entonces, ser
valiente es ser temerario, ¿no? No ver venir el tren que te va a llevar por
delante. O quedarte a esperarlo, porque es de cobardes esquivar el peligro.
¡En modo alguno!, le dirás. Pero entonces tendrás que aceptar que los
valientes, los héroes, son también miedosos. Y quién sabe dónde acabará la
conversación.
Sócrates, por si acaso, acabó
condenado a muerte. Una densa ironía que prefigura la muerte en la cruz, unos
siglos después, del Mesías que venía a salvar a Israel de su decadencia, y que
importunó tanto a los que venía a salvar que estos prefirieron no salvarse y
quitarlo más bien de en medio, humillándolo de paso a conciencia, dándole a
beber vinagre como a Sócrates le dieron a tragar cicuta y escribiendo a modo de
escarnio en la cruz donde pensaban que se pudriría un epitafio irónico,
infamante: Iesus Nazarenus, Rex Iudaeorum.
Una ironía que resultaría ser cierta. Porque también las ironías son irónicas y
saben darse la vuelta. O sea, ponerse al derecho.
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