Ver
sin ver; sentir sin saber.
Servant of fame
or fame for a servant;
you see what you see,
you see seldom what is.
No hay forma
más eficaz de no ver una cosa que creer
que la estamos viendo. Alguien a quien no le atraen los insectos, ve uno de
ellos y ve un bicho (una criatura
molesta, pegajosa, parásita, de la que no hay más que saber, y con la que solo
cabe hacer una cosa: pisarla o echarle encima una nube crematoria de
insecticida). Un entomólogo, en cambio, sabe ver en ese bicho mil cosas. Y cuanto más llegue a meterse en el mundo de los
insectos, más consciente será de hasta qué punto cada uno de ellos es, como
cualquier ser vivo, una combinación de infinitos rasgos que jamás se acabarían
de conocer ni ver.
Así pues,
acercarse de veras a cualquier cosa pasa por dejar de creer que sabemos
suficiente sobre ella: es decir, que
sabemos de hecho lo que es. Esto es cierto de seres vivos o de piedras
(preciosas o comunes); pero también de emociones y experiencias. Uno puede
creer que sabe, por ejemplo, lo que es la Muerte: pero cuando el médico le dice
que le quedan solo unos días de vida, o cruza distraído la calle y está a punto
de que lo atropelle un coche, o regresa a casa para descubrir que alguien muy
querido (quizá una mascota; quizá un familiar) se ha ido para siempre, solo
entonces percibe todo lo hiriente y amargo que había detrás de esa palabra,
como un objeto frío que uno intenta en vano calentar y que, por el contrario,
cuanto más lo tocas, más se queda tu calor, sin devolverte a cambio otra cosa
que dolor y desesperanza.
¿Entiende
entonces uno de veras la Muerte? ¡Al contrario! Siente más bien, muy vivamente,
lo falsas que eran las ideas que se había hecho sobre Ella, y cómo entre esas
ideas y la de Muerte de verdad hay la misma distancia que entre la vacuna y la
epidemia, o entre una caricia y un golpe capaz de romperte una pierna.
Se trata,
pues, de sentir lo que hay debajo de
las palabras. Algo que mucho más antiguo que las palabras mismas, y que ha dado
origen a estas. Múltiples palabras en diferentes lenguas. La cosa, lo que hay
debajo de esas palabras, se deja llamar por cualquiera de ellas; pero no se
casa con ninguna. Cuando escuchamos una de ellas, podemos creer, erradamente,
que accedemos a la cosa; pero en realidad nos quedamos en su idea: es decir, en una copia muy
debilitada e imperfecta (cuando no directamente corrupta e inexacta) de aquello
a lo que la palabra alude. Rosa, decimos.
Pero la palabra no tiene la fragancia ni el color de la rosa; y la idea que se
despierta en nuestra mente al oírla es también pálida, desvaída y carente de
aroma si la comparamos con cualquier rosa de veras.
¿Cómo puede la
poesía llevarnos a sentir las cosas, con una intensidad que sobrepasa con mucho
al mero hecho de nombrarlas? Descartada la posibilidad de decir, por ejemplo, dolor (como quien dice pan o vino), puede hacernos sentir ese
dolor que no nombra escribiendo, por ejemplo:
No hay extensión más grande que mi herida.
Ante esa
extensión sin fronteras, sentimos, sí, ese poder lacerante que tienen algunas
cosas para impedirnos sentir todo lo que nos hace felices y obligarnos en
cambio a sentir que ellas están ahí, haciéndonos mal, con pleno acceso a
nuestras partes más sensibles y sin ninguna intención de marcharse, ocupándolo
todo. Pues eso es el dolor: un invitado indeseado y desconsiderado que no
quiere irse, la sensación de que algo dentro de nosotros está mal y de que todo
lo que en nosotros no es ese algo se siente amenazado y atacado por ello.
Así pues, la
palabra poética actúa como el gato que se acerca a nosotros fingiendo,
precisamente, que no se acerca a nosotros (sino que va, un suponer, a la
cocina) hasta que cae, deliciosamente, sobre nosotros, rozándose contra nuestra
pierna o dejando que seamos nosotros quienes creamos que hemos tenido la
ocurrencia de acariciarlo. Para poder decir
las cosas de forma eficaz, tiene, sobre todo, que no decirlas, o al menos
ocultar su intención de hacerlo.
Así, la chica
a la que otra le escribe en su carpeta esta cariñosa dedicatoria:
Para
Una
Tierna
Amiga
tarda en
entender que debe leer las letras iniciales de arriba a abajo. El insulto
resultante y oculto tiene, así, una fuerza que no lo tendría si se hubiera
planteado a las claras (no solo nos llaman ramera, sino también tonta, por no
haber visto que era eso lo que nos llamaban, y que lo otro, el halago, era solo
un engañoso rodeo). Por otra parte, la sensación de que nos acaban de insultar
va unida paradójicamente a la alegría del que se descubre inteligente, capaz de
ver más apariencias, de descifrar la clave. Quien nos insulta de este modo nos
hace cómplices de su juego, nos invita a hablar de otra manera, a decir una
cosa diciendo la contraria, a ir más lejos del elogio vulgar y simplón. Nos
hace, pues, un regalo.
Lo que se nos
regala en este ejemplo es la técnica del acróstico, utilizada muchas veces para
decir de refilón (literalmente) lo que no se podía o quería decir a las claras.
Fernando de Rojas declara así, en acróstico, su autoría (parcial) de la Celestina en los versos que abren la
obra:
EL BACHILLER
FERNANDO DE ROJAS ACABÓ LA COMEDIA DE CALISTO Y MELIBEA Y FUE NASCIDO EN LA
PUEBLA DE MONTALBÁN.
Miguel de
Unamuno 'elogia' así al dictador Primo de Rivera en un famoso soneto:
Paladín de la patria redimida,
Recio soldado que pelea y canta,
Ira de Dios que cuando azota es santa,
Místico rayo que al matar es vida.
Otra es España, a tu virtud rendida;
Ella es feliz bajo tu noble planta.
Sólo el hampón, que en odio se amamanta,
Blasfema ante tu frente esclarecida.
Otro es el mundo ante la España nueva;
Rencores viejos de la Edad medieva
Rompió tu lanza, que a los viles trunca.
Ahora está en paz tu grey bajo el amado
Chorro de luz de tu inmortal cayado.
¡Oh, pastor santo! ¡No nos dejes nunca!
Se dice una cosa;
pero no se dice (pero está) otra, que es la que de verdad importa. Ese decir
sin decir es una forma de pronunciar (por sorpresa, de estrangis) el nombre verdadero de las cosas. Como veremos en
otra sesión, la ironía, la alegoría y la parábola son otras formas de decir una
cosa diciendo otra, de rodear con lo que se dice lo que no se dice pero se
sugiere.
Con ellas se abre
un camino que lleva a formas más radicales de decir desdiciendo. La metáfora se
convertirá en símbolo, que apunta en dirección a una coordenada que permanece
sin enfocar, borrosa; o quizá en múltiples direcciones al mismo tiempo. Llegará
un momento (el de la escritura automática) en que serán las propias cosas las
que se digan a través del poeta sin
que este sepa qué está diciendo.
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