jueves, 30 de noviembre de 2017

Club de lectura: Escribir entre líneas (II)



Ver sin ver; sentir sin saber.


Servant of fame
or fame for a servant;
you see what you see,
you see seldom what is.

No hay forma más eficaz de no ver una cosa que creer que la estamos viendo. Alguien a quien no le atraen los insectos, ve uno de ellos y ve un bicho (una criatura molesta, pegajosa, parásita, de la que no hay más que saber, y con la que solo cabe hacer una cosa: pisarla o echarle encima una nube crematoria de insecticida). Un entomólogo, en cambio, sabe ver en ese bicho mil cosas. Y cuanto más llegue a meterse en el mundo de los insectos, más consciente será de hasta qué punto cada uno de ellos es, como cualquier ser vivo, una combinación de infinitos rasgos que jamás se acabarían de conocer ni ver.

Así pues, acercarse de veras a cualquier cosa pasa por dejar de creer que sabemos suficiente sobre ella: es decir, que sabemos de hecho lo que es. Esto es cierto de seres vivos o de piedras (preciosas o comunes); pero también de emociones y experiencias. Uno puede creer que sabe, por ejemplo, lo que es la Muerte: pero cuando el médico le dice que le quedan solo unos días de vida, o cruza distraído la calle y está a punto de que lo atropelle un coche, o regresa a casa para descubrir que alguien muy querido (quizá una mascota; quizá un familiar) se ha ido para siempre, solo entonces percibe todo lo hiriente y amargo que había detrás de esa palabra, como un objeto frío que uno intenta en vano calentar y que, por el contrario, cuanto más lo tocas, más se queda tu calor, sin devolverte a cambio otra cosa que dolor y desesperanza.

¿Entiende entonces uno de veras la Muerte? ¡Al contrario! Siente más bien, muy vivamente, lo falsas que eran las ideas que se había hecho sobre Ella, y cómo entre esas ideas y la de Muerte de verdad hay la misma distancia que entre la vacuna y la epidemia, o entre una caricia y un golpe capaz de romperte una pierna. 

Se trata, pues, de sentir lo que hay debajo de las palabras. Algo que mucho más antiguo que las palabras mismas, y que ha dado origen a estas. Múltiples palabras en diferentes lenguas. La cosa, lo que hay debajo de esas palabras, se deja llamar por cualquiera de ellas; pero no se casa con ninguna. Cuando escuchamos una de ellas, podemos creer, erradamente, que accedemos a la cosa; pero en realidad nos quedamos en su idea: es decir, en una copia muy debilitada e imperfecta (cuando no directamente corrupta e inexacta) de aquello a lo que la palabra alude. Rosa, decimos. Pero la palabra no tiene la fragancia ni el color de la rosa; y la idea que se despierta en nuestra mente al oírla es también pálida, desvaída y carente de aroma si la comparamos con cualquier rosa de veras. 

¿Cómo puede la poesía llevarnos a sentir las cosas, con una intensidad que sobrepasa con mucho al mero hecho de nombrarlas? Descartada la posibilidad de decir, por ejemplo, dolor (como quien dice pan o vino), puede hacernos sentir ese dolor que no nombra escribiendo, por ejemplo:

No hay extensión más grande que mi herida.

Ante esa extensión sin fronteras, sentimos, sí, ese poder lacerante que tienen algunas cosas para impedirnos sentir todo lo que nos hace felices y obligarnos en cambio a sentir que ellas están ahí, haciéndonos mal, con pleno acceso a nuestras partes más sensibles y sin ninguna intención de marcharse, ocupándolo todo. Pues eso es el dolor: un invitado indeseado y desconsiderado que no quiere irse, la sensación de que algo dentro de nosotros está mal y de que todo lo que en nosotros no es ese algo se siente amenazado y atacado por ello.

Así pues, la palabra poética actúa como el gato que se acerca a nosotros fingiendo, precisamente, que no se acerca a nosotros (sino que va, un suponer, a la cocina) hasta que cae, deliciosamente, sobre nosotros, rozándose contra nuestra pierna o dejando que seamos nosotros quienes creamos que hemos tenido la ocurrencia de acariciarlo. Para poder decir las cosas de forma eficaz, tiene, sobre todo, que no decirlas, o al menos ocultar su intención de hacerlo.

Así, la chica a la que otra le escribe en su carpeta esta cariñosa dedicatoria:

Para
Una
Tierna
Amiga

tarda en entender que debe leer las letras iniciales de arriba a abajo. El insulto resultante y oculto tiene, así, una fuerza que no lo tendría si se hubiera planteado a las claras (no solo nos llaman ramera, sino también tonta, por no haber visto que era eso lo que nos llamaban, y que lo otro, el halago, era solo un engañoso rodeo). Por otra parte, la sensación de que nos acaban de insultar va unida paradójicamente a la alegría del que se descubre inteligente, capaz de ver más apariencias, de descifrar la clave. Quien nos insulta de este modo nos hace cómplices de su juego, nos invita a hablar de otra manera, a decir una cosa diciendo la contraria, a ir más lejos del elogio vulgar y simplón. Nos hace, pues, un regalo. 

Lo que se nos regala en este ejemplo es la técnica del acróstico, utilizada muchas veces para decir de refilón (literalmente) lo que no se podía o quería decir a las claras. Fernando de Rojas declara así, en acróstico, su autoría (parcial) de la Celestina en los versos que abren la obra:
EL BACHILLER FERNANDO DE ROJAS ACABÓ LA COMEDIA DE CALISTO Y MELIBEA Y FUE NASCIDO EN LA PUEBLA DE MONTALBÁN.

Miguel de Unamuno 'elogia' así al dictador Primo de Rivera en un famoso soneto:

Paladín de la patria redimida,
Recio soldado que pelea y canta,
Ira de Dios que cuando azota es santa,
Místico rayo que al matar es vida.

Otra es España, a tu virtud rendida;
Ella es feliz bajo tu noble planta.
Sólo el hampón, que en odio se amamanta,
Blasfema ante tu frente esclarecida.

Otro es el mundo ante la España nueva;
Rencores viejos de la Edad medieva
Rompió tu lanza, que a los viles trunca.

Ahora está en paz tu grey bajo el amado
Chorro de luz de tu inmortal cayado.
¡Oh, pastor santo! ¡No nos dejes nunca!

Se dice una cosa; pero no se dice (pero está) otra, que es la que de verdad importa. Ese decir sin decir es una forma de pronunciar (por sorpresa, de estrangis) el nombre verdadero de las cosas. Como veremos en otra sesión, la ironía, la alegoría y la parábola son otras formas de decir una cosa diciendo otra, de rodear con lo que se dice lo que no se dice pero se sugiere.

Con ellas se abre un camino que lleva a formas más radicales de decir desdiciendo. La metáfora se convertirá en símbolo, que apunta en dirección a una coordenada que permanece sin enfocar, borrosa; o quizá en múltiples direcciones al mismo tiempo. Llegará un momento (el de la escritura automática) en que serán las propias cosas las que se digan a través del poeta sin que este sepa qué está diciendo.

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