Cuentan de la diosa Atenea que nació
adulta y totalmente armada del cráneo de su padre, Zeus. Curioso parto este, el
de una niña que, como Pinocho, no tiene madre (¡Zeus se la había comido!) y que
brota, como una idea afortunada, de la cabeza de quien la concibe. No nos
extrañará demasiado que una niña tan cerebral nazca sabiendo hablar, y que sus
primeras palabras sean para declarar que no se casará nunca: será siempre, y
para siempre, la niña favorita de su papá.
No es este el caso de Peter Pan,
aunque algún paralelismo hay entre ambos personajes (como Atenea, también Pan,
pese a ser hermoso y despertar amor, opta por mantenerse eternamente virgen, sexy y asexuado al mismo tiempo). Pan
tarda en salir del magín de su creador, J. M. Barrie (1860-1937), en el que había
empezado a gestarse desde que este era un niño en una familia numerosa más bien
pobre de Escocia; y cuando lo hace va emergiendo lentamente, sin prisa y sin
una forma enteramente definida.
Los mitos, los cuentos de hadas y las
historias de piratas llenaban los libros y la mente de este niño, bajito y más bien
impopular en su colegio —aunque compensaba su timidez y su aspecto, ya
entonces, más añiñado de lo normal, con un don prodigioso para inventar
historias y contarlas sobre la marcha, dejando a sus compañeros embobados e
incapaces de explicar luego todas aquellas aventuras a otra persona. Añadamos a
esta caldera mágica tres ingredientes más: la madre de Barrie, Margaret, había
perdido siendo una niña a su madre y había tenido que convertirse en madre de sus hermanos para sacarlos adelante, dando
pruebas de una enorme madurez, impropia de sus años. Por otra parte, su madre
tenía (como Zeus) un ojito derecho, que en este caso no era Atenea sino David,
un hermano de Barrie siete años mayor que era todo lo que Barrie,
aparentemente, no podría llegar a ser nunca: guapo, ligón, deportista y
terriblemente popular. Pues bien, este niño prodigio tenía 13 años cuando
sufrió un accidente estúpido mientras hacía deporte y murió a las pocas horas.
Tanto la madre como Barrie se obsesionaron con este niño perdido: para consolarla de algún modo, Barrie se puso las
ropas de su hermano y aprendió a caminar y silbar como él, desarrollando un
gran talento para el teatro. Cuando tuvo oportunidad de ver representada una
obra, supo que aquel era su camino.
Todos estos elementos se combinan en
el caldero mágico que fue el corazón de Barrie y su resultado es Peter Pan y su
país, Nunca Jamás (Neverland). Un
país donde conviven todos las hadas y los piratas de las novelas que leyó de
niño con un personaje que lleva en su apellido la referencia al dios griego Pan
(inmensamente popular, por cierto, en la cultura de su tiempo). En su historia
tenemos también una niña anormalmente sensata y adulta que, como la madre de
Barrie, accede a ser la madre de
Peter y los niños perdidos; y frente a ella, un niño de entre 11 y 14 años,
excelente acróbata y espadachín, además de rompecorazones, que quizá está
muerto (volveremos a ello) y que, en cualquier caso, nunca crece más allá de
esta edad. Y todo ello llega al gran público a través de una obra de teatro que
Barrie estrena en 1904, y que estuvo a punto de llamarse El niño que odia a las madres y también El gran padre blanco, pero que finalmente salió a escena con el
título Peter Pan o El niño que no quería
crecer.
Quería,
dice el título, pero antes Barrie escribió otra cosa: El niño que no podía crecer.
Y también en esto había mucho (¡tanto!) de sí mismo. Barrie dejó de crecer
cuando era niño: una enfermedad hizo que se detuviera en un metro con 54 cm.
Por esta razón, y por otras, estaba más a gusto entre los niños que entre los
adultos. Y cuando cometió el error de casarse con una bella actriz, Mary
Ansell, pronto se reveló que Barrie, como Peter Pan, era incapaz de amar de
veras a una mujer (de hecho, incapaz de consumar el matrimonio). Como Iseo la
de las Blancas Manos, Ansell jamás perdonó a su marido que se casara con ella
para no dar uso práctico al sacramento: pasados los años, buscó el amor que él
no le daba en otro hombre, y cuando Barrie tuvo noticia del adulterio, ambos se
divorciaron ruidosamente, mientras Ansell proclamaba a todo aquel que quería
oírle que el famoso y admirado autor era en realidad un enano impotente, un
eunuco cabezón, un fracaso como hombre.
Cuando se casó, Ansell aspiraba a
tener muchos hijos, pero, obviamente, no tuvo ninguno. La lógica indica que
Barrie tampoco. Pero la lógica no siempre tiene la última palabra. Una extraña
carambola del destino hizo que Barrie acabara convirtiéndose en padre adoptivo
de cinco niños, a los que conoció mientras paseaba con su perro por los
jardines de Kensington. Aquellos niños, como los niños del colegio treinta años
antes, miraron al principio a Barrie con desconfianza y extrañeza; pero pocos
minutos después los tenía a todos conquistados mientras jugaba con ellos a los
piratas y emprendían juntos la búsqueda de un tesoro enterrado.
Tras seducir a los niños, Barrie hizo
lo propio con sus padres, y en especial con su madre, la encantadora Sylvia
Llewelyn Davies. Como entonces era ya
rico, pues había escrito numerosas obras de teatro y algunas novelas, todas de
gran éxito, utilizó su dinero para ponerlo a disposición de aquella familia más
bien pobre. Invitó a sus niños a pasar un largo verano en su casa de campo,
pescando, cazando y jugando. Y en algún momento de esas aventuras, concibió al
personaje de Peter Pan.
Los padres de los niños murieron muy
jóvenes (él primero, luego ella) y Barrie, que se había hecho con la única
copia manuscrita del testamento, falsificó el texto y se puso a sí mismo como
tutor legal de los niños, convirtiéndose de
facto en su padre.
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