lunes, 7 de noviembre de 2011

Aquí, Catulo


Entre los libros por descubrir de nuestra Biblioteca está una preciosa versión en verso castellano de la obra de Catulo, el gran poeta latino, llevada a cabo por Rafael Herrera y publicada en Ediciones Clásicas. Si no tienes el gusto de conocer a este gran poeta, aquí te lo presentamos.

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Podemos considerar a Cayo Valerio Catulo (Catulo para los amigos) el primer poeta romántico del que tengamos noticia. Si le faltaran otros méritos, uno innegable sería haberse adelantado a su tiempo. Vivir en el siglo I antes de Cristo, veinte siglos antes de que surgiera el Romanticismo, no le impidió ser fiel a los postulados intemporales de este movimiento: utilizar el arte para conjurar sentimientos íntimos, poner la pasión por delante de la razón y preferir morir (literalmente) de amor antes que resignarse a vivir sin él.

La vida de un enamorado de este calibre no se entiende sin la contrafigura de su amada, una mujer bastante enigmática de la que no nos ha llegado una sola línea, pero que vive para siempre en los versos mejores de nuestro poeta. Tanto Catulo como ella pertenecían a la clase noble, y debieron de nacer en los mismos años, aunque ella era algo mayor: sabemos que él vio la luz en el año 84 a.C. en Verona, la misma ciudad (ya es coincidencia) en que otros dos jóvenes enamorados acabarían dándose muerte muchos años más tarde.

La mujer que Catulo amó tanto se llamaba Claudia (o, como se pronunciaba entonces, Clodia). Cuando él la conoció estaba ya casada, pero eso no impidió que ambos se atrajeran fuertemente desde el primer momento en que se vieron. Siguiendo una convención de la poesía amorosa, en sus versos ocultó su nombre, cambiándolo por otro que era todo un guiño. Lesbia, la llamó, como lesbia (de la isla griega de Lesbos) era la poetisa Safo, autora favorita de Clodia, alguno de cuyos poemas tradujo y adaptó al latín el propio Catulo.

Aunque nuestro autor cultivó con éxito la poesía narrativa, escribiendo unos notables poemas épicos de extensión relativamente breve (los epilios, de unos 500 versos), lo esencial de su obra son sus poemas de amor y desamor, casi siempre breves y concisos, pero devastadores. A través de ellos podemos seguir, como en una novela, la trayectoria de este amor tormentoso, pasando de los primeros escarceos a una pasión torrencial, correspondida; por desgracia, algo que no conocemos bien hizo que Clodia dejara de ser la amante entregada del primer momento para transformarse en una mujer caprichosa y hasta cruel (despiadadamente liberada, como la llama García Calvo) que engañaba al poeta con otros hombres y lo enloquecía con sus frecuentes desvíos, rechazándolo para después aceptarlo otra vez, y volver a abandonarlo cuando ya se creía a salvo. (Por supuesto, si lo sucedido nos lo hubiera contado Clodia, la perspectiva sería muy distinta: pero nosotros no tenemos más remedio que ver los hechos desde el punto de vista del amante despechado, que, por después de todo, fue quien se tomó la pequeña molestia de hacer inmortal esta historia.)

De forma muy romántica, Catulo pasa del amor ilusionado a la desilusión y el desengaño más mordaces, sin por ello dejar por un solo momento de amarla con toda su alma. Muere a los treinta años, en el 54 a.C., por una enfermedad misteriosa (consunción), que quizá hoy llamaríamos depresión: no hallaba sentido a una vida vacía de la que prefirió desinteresarse, hasta dejarse ir sin oponer demasiada resistencia. Hay quien dice que se envenenó: y seguramente es cierto. Su veneno, eso sí, tenía seis letras…

1 comentario:

  1. Todo eso está muy bien, pero ¿qué decía exactamente este hombre? Buena pregunta. Así suena en español el quinto de sus cármina (poemas):

    Vivamos, Lesbia mía, amémonos,
    y los rumores de los viejos serios
    valorémoslos todos en un céntimo.

    Morir y regresar los soles pueden;
    tan pronto se nos va la breve luz
    nos queda por dormir la noche eterna.

    Dame mil besos, dame luego ciento,
    mil más después y luego otra vez ciento,
    luego incluso mil más, y luego ciento.

    Después, cuando sumemos muchos miles,
    confundamos la cuenta, no sepamos,
    y que ningún malvado pueda aojarnos
    cuando sepa que fueron tantos besos.

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