Una pequeña paradoja: según pasan los años, la riqueza de la literatura no hace más que crecer, al sumarse nuevos autores y obras y un mejor conocimiento de los que ya había. Sin embargo, nuestros temarios de Lengua Castellana y Literatura menguan, cada vez más simplificados y ramplones, como si todos nos hubiéramos resignado a la idea (más bien descortés, y para nada justificada) de que los jóvenes actuales solo pueden retener unos pocos nombres (los indudables: Bécquer, Baroja, Machado, Cela...), y aun de estos, bien poca cosa (dos o tres títulos y alguna generalidad más o menos gaseosa).
Solo así se explica que en nuestros apuntes y libros de texto nunca se hable, por ejemplo, de Tomás Segovia, un gran poeta español y mexicano que ha muerto esta semana en México. Poco o nada tenía Segovia de 'autor menor': muy al contrario, se trata de un verdadero gigante de nuestras letras, un torbellino de ideas e imágenes que no solo se mantuvo activo hasta sus últimos años, ya octogenario (Sófocles, recordemos, escribió una de sus obras maestras, Edipo en Colono, con noventa inviernos), sino que en opinión de algunos críticos fue a mejor con el tiempo, subiendo en cada poemario o libro de ensayos la apuesta del anterior.
En vez de la proverbial torre de marfil en la que se encierra el genio a aburrirse y contárnoslo, Segovia pasaba sus tardes en uno de los cafés más bulliciosos de Madrid, el Comercial. Necesitaba, decía, el ruido para poder concentrarse; y no era difícil sacarle por unos minutos de su tarea para mantener una conversación sobre lo divino y lo humano. Pocas veces un autor estuvo tan al alcance de sus lectores, y tan dispuesto a departir con ellos.
En nuestra querida Biblioteca no tenemos aún ninguno libro de Tomás Segovia, pero no pasará este curso sin que lo solucionemos. De su antología En los ojos del día (Barcelona: Galaxia Gutenberg, 2003) os traigo hoy este poema, uno de sus Sonetos votivos, un ciclo amoroso en el que el poeta se atrevió a integrar en la literatura algunas palabras que todos conocemos y usamos, pero que siguen considerándose tabú, como si designaran (nada más lejos de la verdad) algo de lo que debiéramos avergonzarnos.
Tu carne olía ricamente a otoño,
a húmedas hojas muertas, a resinas,
a cítricos aceites y a glicinas
y a la etérea fragancia del madroño.
Hábil como una boca era tu coño.
Siempre había, después de tus felinas
agonías de gozo, en las divinas
frondas de tu deseo, otro retoño.
Te aflojabas de pronto, exangüe y yerta,
suicidada del éxtasis, baldía,
y casta y virginal como una muerta.
Y poco a poco, dulcemente, luego,
absuelto por la muerte renacía
tu amor salvaje y puro como el fuego.
a húmedas hojas muertas, a resinas,
a cítricos aceites y a glicinas
y a la etérea fragancia del madroño.
Hábil como una boca era tu coño.
Siempre había, después de tus felinas
agonías de gozo, en las divinas
frondas de tu deseo, otro retoño.
Te aflojabas de pronto, exangüe y yerta,
suicidada del éxtasis, baldía,
y casta y virginal como una muerta.
Y poco a poco, dulcemente, luego,
absuelto por la muerte renacía
tu amor salvaje y puro como el fuego.
Un fragmento de otro gran poema de Tomás Segovia, La canción de las brujas:
ResponderEliminarLa bruja Rebruja montada en su escoba
por todos los rincones a la vez de la alcoba
miraba y miraba
y se le caía la baba
vieja revieja rebruja mujeruca
(pero siempre está detrás de tu nuca
y nunca jamás ninguno la ha visto
ni el más listo relisto)
La bruja golosa amarilla y flaca
con su ji, ji, ji
y su je, je, je
y su ja ja jaula
y su que te como y que no te como
y enseña el meñique si estarás ya gordo
(Tomás Segovia, Canción de las brujas)