viernes, 12 de enero de 2018

Tres tristes textos (three cool cats)



TRES TRISTES TEXTOS




Desenrollemos hoy una alegoría: hay textos transparentes, textos traslúcidos, textos opacos. Hay períodos literarios transparentes (el Renacimiento, la Ilustración); otros traslúcidos, como el Barroco. Y otros que cortejan la opacidad (cierto romanticismo, el simbolismo, el surrealismo...).
Cuando leemos un texto transparente, sentimos que estamos en un lugar seguro, con muros, puertas y ventanas. Un lugar donde las cosas se dicen a las claras. Incluso si alguna cosa no se entiende de primeras, sus compañeras nos aseguran que no hay trampa ni punto ciego. Todo está en su lugar, todo es lo que parece. Si debemos esforzarnos por entender algo (tal vez nos pierda un hipérbato, una referencia mitológica, un concepto que no es obvio), lo hacemos con la certeza de que seremos recompensados, como en esos ejercicios escolares de matemáticas en que al final todas las divisiones tienen resto cero y todos los números decimales forman, sumados, un número entero. 

Otros textos, en cambio, son traslúcidos. Tienen partes no ya claras, sino brillantes. Y si brillan, elevadas a resplandor, es precisamente por el contraste con otras partes que son más suyas, renuentes, peculiares. Es como uno de esos retratos (los Beatles tienen uno inolvidable) en que una mitad del rostro aparece iluminada, mientras la otra se confunde en la penumbra con la inminente (o menguante) oscuridad. Uno, pues, no entiende todo. Pero lo que entiende es suficiente para entender que lo no entiende está diciendo, si no lo mismo, algo relacionado, próximo. Lo uno por lo otro, pensamos. Es como uno de esos palacios que podemos visitar, aunque pródigos en cintas rojas que nos ocultan dónde acaba un pasillo, qué hay detrás de una puerta, adónde lleva una escalera. 

Llegan, en fin, los textos opacos, como llegan la noche o la muerte. Son textos escritos en nuestra lengua, pero que parecen escritos por alguien que no es de los nuestros: un extraterrestre, un fantasma, un hueco. El texto opaco dice: nada digo. Y si algo dijera, no es de tu incumbencia. Y si lo fuera, no sabrías descifrarlo. Y aunque pudieras, no sabrías explicárselo a nadie. El texto opaco nos repele, y por eso nos atrae. Quizá no diga nada, pero ¡con qué elegancia lo sugiere! Contra el texto opaco nos estrellamos, como el mar contra las rocas. Al final, si el asedio persevera, algo de él entra en nosotros, algo de nosotros en él. Después de todo, tampoco nosotros somos criaturas luminosas, o no solo. Partes de nosotros aseguran: yo lo entiendo. No sabría explicarlo, pero siento aquí algo vivo, que me llega, me afecta. El espejo opaco refleja nuestra propia opacidad. Al final, no sabemos si encontramos en lo que leemos un sentido o si ese sentido lo estamos aportando nosotros. Y no estamos seguro de si importa.

Sin embargo, ningún texto es enteramente transparente, ni enteramente opaco. En mitad del texto transparente, sentimos que el autor dice algo que entendemos, sí. Pero qué raramente lo dice. Hay algo en su forma de expresarse que no es la nuestra, que no es nuestro. ¿De veras entendemos, cuando hablamos con alguien, todo lo que dice? Qué aburrido sería saber siempre lo que el otro está diciendo, y hasta lo que va a decir, y cómo piensa decirlo. Si el otro es otro, hay siempre en él una cierta alteridad, una cierta 'otreidad', que se nos escapa. En su Poética de Juan Panadero, escribe Rafael Alberti:

Mi canto, si se propone,
puede hacer del agua clara
un mar de complicaciones.

Pensemos en dos versos de Agustín García Calvo:

Distancia, de ti a mí, distancia.
Entre tú y yo, nada.

Todo es claro en estos versos. O no. El verso segundo parece que reafirma el primero (entre tú y no no hay nada: ningún enlace que cruce la inmensa distancia que nos separa). Pero ¿y si estuviera negándolo? Si entre tú y yo no hay nada, ¿qué nos separa? Nada. Nada, pues, más próximo que estos dos distantes. Y al recordárselo, ¿no está diciéndole el amante al otro que deben estar juntos, que nunca han dejado de estarlo?

Mas tampoco hay poema enteramente opaco, o ni siquiera lo percibiríamos. Quizá haya poemas enteramente opacos a nuestro alrededor, escritos en tinta invisible o que no han llegado a salir de su autor por las vías que naturalmente sirven para tal cosa, como los labios o los dedos. Quizá el naipe que nos encontramos en la calle y que recogemos o no del suelo, aparentemente arrojado o caído al azar, está cuidadosamente puesto en ese punto de la acera para formar con otros más o menos cercanos un puzzle, una secuencia numérica o alfabética que constituye un texto.

En fin: hay poemas que no vemos, por ceguera o por virtuosismo en el camuflaje. Mas los que vemos tienen forma, están plagados de palabras. Y algunas nos suenan. ¿De verdad es imposible hablar sin decir nada? Los psicoanalistas opinaban, muy al contrario, otra cosa. Pensaban, por experiencia, que si alguien se lanza a hablar sin controlar lo que dice acaba diciendo la verdad. Quizás habría que rebajar un poco una afirmación tan campanuda. Pero parece justo sospechar que quien habla mucho acaba diciendo, de verdad, algo. Y ese algo ¿qué podrá ser sino algo que le importa, que le atañe? Y lo que a un prójimo atañe, ¿puede de veras sernos ajeno? ¿Qué sentirá alguien que nosotros, de un modo u otro, no hayamos sentido también? Como toda obra humana, los textos opacos están diciendo que un ser humano los compuso. Incluso si sacó al azar las palabras de un saco, ¿quién las eligió y metió allí? ¿Quién eligió sacarlas, disponerlas, compartirlas? Sabe el amante que si el otro, enfurruñado con uno, obstinado en su silencio, accede al fin a decirnos algo, a hacernos un gesto, a mandarnos un emoji, algo se ha roto en su opacidad. En todo lo que compartimos con otros trasciende una voluntad de comunicación. Pues también manifestarnos renuentes, esquivos, misteriosos, es manifestarnos al cabo: desear hacerlo, afrontar el encuentro, deshacer el misterio de verdad (que es el vacío). Y lo demás es silencio.


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