TRES TRISTES TEXTOS
Desenrollemos hoy una alegoría:
hay textos transparentes, textos traslúcidos, textos opacos. Hay períodos
literarios transparentes (el Renacimiento, la Ilustración); otros traslúcidos,
como el Barroco. Y otros que cortejan la opacidad (cierto romanticismo, el
simbolismo, el surrealismo...).
Cuando leemos un texto
transparente, sentimos que estamos en un lugar seguro, con muros, puertas y
ventanas. Un lugar donde las cosas se dicen a las claras. Incluso si alguna
cosa no se entiende de primeras, sus compañeras nos aseguran que no hay trampa
ni punto ciego. Todo está en su lugar, todo es lo que parece. Si debemos
esforzarnos por entender algo (tal vez nos pierda un hipérbato, una referencia
mitológica, un concepto que no es obvio), lo hacemos con la certeza de que
seremos recompensados, como en esos ejercicios escolares de matemáticas en que
al final todas las divisiones tienen resto cero y todos los números decimales
forman, sumados, un número entero.
Otros textos, en cambio, son
traslúcidos. Tienen partes no ya claras, sino brillantes. Y si brillan,
elevadas a resplandor, es precisamente por el contraste con otras partes que
son más suyas, renuentes, peculiares. Es como uno de esos retratos (los Beatles
tienen uno inolvidable) en que una mitad del rostro aparece iluminada, mientras
la otra se confunde en la penumbra con la inminente (o menguante) oscuridad.
Uno, pues, no entiende todo. Pero lo que entiende es suficiente para entender
que lo no entiende está diciendo, si no lo mismo, algo relacionado, próximo. Lo
uno por lo otro, pensamos. Es como uno de esos palacios que podemos visitar, aunque
pródigos en cintas rojas que nos ocultan dónde acaba un pasillo, qué hay detrás
de una puerta, adónde lleva una escalera.
Llegan, en fin, los textos
opacos, como llegan la noche o la muerte. Son textos escritos en nuestra lengua,
pero que parecen escritos por alguien que no es de los nuestros: un
extraterrestre, un fantasma, un hueco. El texto opaco dice: nada digo. Y si algo dijera, no es de tu incumbencia. Y si lo fuera, no sabrías
descifrarlo. Y aunque pudieras, no sabrías explicárselo a nadie. El texto
opaco nos repele, y por eso nos atrae. Quizá no diga nada, pero ¡con qué
elegancia lo sugiere! Contra el texto opaco nos estrellamos, como el mar contra
las rocas. Al final, si el asedio persevera, algo de él entra en nosotros, algo
de nosotros en él. Después de todo, tampoco nosotros somos criaturas luminosas,
o no solo. Partes de nosotros aseguran: yo
lo entiendo. No sabría explicarlo, pero siento aquí algo vivo, que me llega, me
afecta. El espejo opaco refleja nuestra propia opacidad. Al final, no
sabemos si encontramos en lo que leemos un sentido o si ese sentido lo estamos
aportando nosotros. Y no estamos seguro de si importa.
Sin embargo, ningún texto es
enteramente transparente, ni enteramente opaco. En mitad del texto
transparente, sentimos que el autor dice algo que entendemos, sí. Pero qué
raramente lo dice. Hay algo en su forma de expresarse que no es la nuestra, que
no es nuestro. ¿De veras entendemos, cuando hablamos con alguien, todo lo que
dice? Qué aburrido sería saber siempre lo que el otro está diciendo, y hasta lo
que va a decir, y cómo piensa decirlo. Si el otro es otro, hay siempre en él
una cierta alteridad, una cierta 'otreidad', que se nos escapa. En su Poética de Juan Panadero, escribe Rafael
Alberti:
Mi canto, si se propone,
puede hacer del agua clara
un mar de complicaciones.
puede hacer del agua clara
un mar de complicaciones.
Pensemos en dos versos de Agustín
García Calvo:
Distancia, de ti a mí,
distancia.
Entre tú y yo, nada.
Todo es claro en estos versos. O
no. El verso segundo parece que reafirma el primero (entre tú y no no hay nada: ningún enlace que cruce la inmensa distancia
que nos separa). Pero ¿y si estuviera negándolo? Si entre tú y yo no hay nada, ¿qué nos separa? Nada. Nada, pues,
más próximo que estos dos distantes. Y al recordárselo, ¿no está diciéndole el
amante al otro que deben estar juntos, que nunca han dejado de estarlo?
Mas tampoco hay poema enteramente
opaco, o ni siquiera lo percibiríamos. Quizá haya poemas enteramente opacos a
nuestro alrededor, escritos en tinta invisible o que no han llegado a salir de
su autor por las vías que naturalmente sirven para tal cosa, como los labios o
los dedos. Quizá el naipe que nos encontramos en la calle y que recogemos o no
del suelo, aparentemente arrojado o caído al azar, está cuidadosamente puesto
en ese punto de la acera para formar con otros más o menos cercanos un puzzle, una secuencia numérica o
alfabética que constituye un texto.
En fin: hay poemas que no vemos,
por ceguera o por virtuosismo en el camuflaje. Mas los que vemos tienen forma,
están plagados de palabras. Y algunas nos suenan. ¿De verdad es imposible
hablar sin decir nada? Los psicoanalistas opinaban, muy al contrario, otra
cosa. Pensaban, por experiencia, que si alguien se lanza a hablar sin controlar
lo que dice acaba diciendo la verdad. Quizás habría que rebajar un poco una
afirmación tan campanuda. Pero parece justo sospechar que quien habla mucho
acaba diciendo, de verdad, algo. Y ese algo ¿qué podrá ser sino algo que le importa,
que le atañe? Y lo que a un prójimo atañe, ¿puede de veras sernos ajeno? ¿Qué
sentirá alguien que nosotros, de un modo u otro, no hayamos sentido también?
Como toda obra humana, los textos opacos están diciendo que un ser humano los
compuso. Incluso si sacó al azar las palabras de un saco, ¿quién las eligió y
metió allí? ¿Quién eligió sacarlas, disponerlas, compartirlas? Sabe el amante
que si el otro, enfurruñado con uno, obstinado en su silencio, accede al fin a
decirnos algo, a hacernos un gesto, a mandarnos un emoji, algo se ha roto en su opacidad. En todo lo que compartimos
con otros trasciende una voluntad de comunicación. Pues también manifestarnos
renuentes, esquivos, misteriosos, es manifestarnos al cabo: desear hacerlo,
afrontar el encuentro, deshacer el misterio de verdad (que es el vacío). Y lo demás es silencio.
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