jueves, 8 de mayo de 2014
The Real Thing
Estamos tan embebidos en la cultura del sucedáneo, del pego, que apenas distinguimos ya hacer algo de fingir que lo hacemos. Razonamos, no muy mal, que el efecto de lo uno y lo otro viene a ser lo mismo: igual se aprueba estudiando que copiando (y hasta puede que copiar, por aquello de reproducir literalmente lo que el profesor espera leer, sea más efectivo y satisfactorio para ambas partes). El ejemplo apunta al alumno, pero solo para disolver a continuación el equívoco con otro ejemplo no menos claro: desde la autoridad que da la condición de profesor de literatura o de cultura clásica, muchos (demasiados) hacemos circular con toda naturalidad adaptaciones, modernizaciones y resúmenes de obras con el vago eximente de que se trata de que el alumno tenga 'un primer acercamiento' a ciertos clásicos. Afectada ingenuidad aparte, no solo sabemos de sobra que para muchos ese primer acercamiento será también el único, sino que no nos preocupa (o no lo suficiente) que ese acercamiento, al que tanta importancia concedemos, sea falaz.
Frazer, en su estudio clásico de la magia, La rama dorada (un libro que no debe faltar en nuestras bibliotecas), nos reveló cómo tendemos a extender el valor de una cosa, e incluso su identidad misma, a aquellas que se le parecen o están en contacto con ellas. Solo quien no haya besado nunca una foto (o, por el contrario, le haya pintado cuernos) debería sentirse al margen o por encima de esta 'mentalidad primitiva', que de hecho es la única explicación posible de por qué hay gente dispuesta a pagar millones de euros o de dólares por cualquier objeto nimio que haya estado en contacto con alguien más o menos extraordinario, o al menos famoso.
Del mismo modo, el prestigio de los clásicos (la Ilíada o del Quijote, por citar dos ejemplos obvios), que estas obras ganaron por ser tal como son (y en ese tal va incluida su complejidad o dificultad, las exigencias que plantean al lector), se extiende supersticiosamente a cualquier subproducto que emane de ellas y que, amparado en esa semejanza o contacto, pueda sustituirlas en un momento dado. Obras en verso se traducen o adaptan en prosa. Obras extensas se reducen a tamaños 'razonables'. Construcciones sintácticas intrincadas se 'aligeran' y libros pensados para seducir con su uso diestro de la palabra se hacen 'tragables' mediante ilustraciones que apenas dejan ocasión a que la imaginación del lector se desperece.
Sin movernos apenas, esta civilización del sucedáneo genera también la apotesosis del comentario, de la opinión personal. Del mismo modo que los clásicos grecolatinos generaron ya en la Antigüedad tardía todo un mar de escolios, no hay hoy película o serie que no se edite en edición comentada por el director, los actores, el escenógrafo y el encargado del catering. En esas condiciones, la tentación borgiana de hacer un making of o un comentario de una obra que nunca llega a escribirse o rodarse resulta irresistible. Antojos posmodernos, decimos —mientras nuestros alumnos memorizan y repiten en los exámenes una tanda de juicios críticos, positivos o no, sobre obras de arte de las que solo conocen eso: el título y el juicio crítico que aparece en sus apuntes y que ellos repetirán como si fuera cosa suya. (Y como tal será aceptada por quien los corrija.)
¿Y los manuales? En los libros de texto que manejamos, un libro de viajes de Unamuno puede muy bien aparecer mencionado entre sus novelas. Apenas algún friki del pensador vasco se dará cuenta de ello —y si la editorial recibe su queja, lo más probable es que concluya que no es rentable modificar algo que para el 99.9% de los lectores no supone problema alguno.
En este entorno, cualquier reivindicación del sentido o el valor original de algo resulta fundamentalista, ofensiva o risible. Indispensable, por tanto. Alucinados por la revelación, ya añeja, de que el medio es el mensaje, hemos olvidado que el mensaje era un medio: es decir, que su sentido no se agotaba en ser consumido con más o menos agrado y en consumir nuestro tiempo y recursos. Iba cargado de algo.
Ese 'algo', por supuesto, también se ha querido objetivar, en los famosos 'valores', que a veces hasta figuran en los descriptores de según qué libros. Pero de cuánto mejor habría sido respetar la incógnita y obviar los ingredientes hablaremos (si hallamos fuerzas) en otra entrada.
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