jueves, 19 de diciembre de 2013

Luz en las tinieblas. Historia y terapia onírica

Hypnos (Sueño)
Nadie discute que los sueños forman parte de nuestras vidas. Otra cosa será el grado de realidad que les asignemos. ¿Trascendentes o banales? ¿O tal vez una mezcla de ambas cosas? Las representaciones oníricas, ¿son basura de la memoria?, ¿desahogos inconscientes de deseos socialmente inconvenientes?, ¿procuran satisfacciones vergonzantes?, ¿u ofrecen advertencias del espíritu? 
Para Jung estaba claro que el sueño es como un teatro en el que el soñante es escenario, actor, apuntador, director de escena, autor, público y crítico. Somos protagonistas de nuestros sueños, pero también involuntarios pacientes de pesadillas. 
En su excelente libro El mundo bajo los párpados (Atalanta, 2011), Jacobo Siruela comienza demostrando la relevancia histórica de los sueños, para acabar proponiendo un cambio radical de actitud respecto de ese reino (mundus imaginalis) que la razón positivista o el prurito crítico, tan totalitario a veces, desprecia.
Indudablemente, los sueños forman parte de la historia cultural humana. Un ejemplo es el de la periodista judía Charlotte Beradt que se dedicó a reunir durante seis años más de trescientos relatos oníricos. Anoto que ninguno de ellos tenía nada que ver con complejos freudianos ni lujuriosos y edípicos deseos reprimidos, pero sí ofrecían un factor común: la herida psíquica que producía en los soñantes el clima social de la Alemania del Tercer Reich. La mente de los durmientes, que nunca para, producía escenarios oníricos donde una perversa arquitectura transparente privaba de intimidad al avatar del yo, aboliendo las paredes. Y es que los sucesos históricos y sociales pueden ejercer un “agobiante peso subliminal” (…) “sobre la porosa vida nocturna de los durmientes”.
El onirismo ha intervenido desde antiguo en las guerras. El general Patton llamaba por teléfono a cualquier hora de la noche cuando un sueño le revelaba una nueva estrategia bélica. Un sueño decidió al mariscal Bismarck a conquistar Austria. En los conflictos, los sueños operan como alarmas y advertencias interiores para que el soñante tome una decisión que de hecho cambia cabalmente el curso de la Historia.

El llamado sueño mutuo (meeting dream), cuando dos o más personas sueñan lo mismo con ligeras variantes, ha sido relacionado con procesos de histeria colectiva. Linda Lane Magallón llamó meshing dream al episodio onírico en que dos personas comparten los mismos escenarios, símbolos y situaciones al soñar, aunque sus sueños no sean literalmente el mismo. La literatura también recoge casos de “sueños recíprocos”. En Ricardo III de Shakespeare, al rey se le aparecen en sueños los fantasmas de sus víctimas. Su rival sueña con los mismos fantasmas, pero mientras que para Richmond el sueño es favorable, para el rey es nefasto. En la Biblia, Daniel comparte la visión onírica de Nabucodonosor. No hay razones para que la historiografía privilegie la vida diurna frente a la nocturna.
Chuang Tzu soñó que era una mariposa. Al despertar ignoraba si era Tzu que había soñado que era una mariposa o si era una mariposa y estaba soñando que era Tzu.
Cicerón, nada supersticioso, cita el sueño de Amilcar Barca. El cartaginés oyó una voz que le decía: “Mañana cenarás en Siracusa”. No cenó en la ciudad siciliana como conquistador, sino como prisionero. Y es que los sueños han ofrecido históricamente un patrón premonitorio ambiguo. Anticipan el futuro en esa su realidad poética que borra los límites tempo-espaciales del mundo físico. Asombra saber cómo a veces los sucesos históricos de la vigilia toman una apariencia onírica mientras los sueños desarrollan un realismo admirable.
Según Orígenes, muchas personas se convirtieron al cristianismo por causa de un sueño. Paradigmático es el caso del emperador Constantino antes de la batalla de Milvio (312 d. C.): ‘Hoc signo victor eris’. La historia de los sueños tiene su propio tempo. Así, Jacobo Siruela cuenta cómo los nuevos cristianos seguían teniendo sueños paganos, en los que los nuevos iconos surgían en un contexto antiguo. Si muchos de nuestros sueños tienen su origen en nuestros lúcidos pensamientos, también muchos de nuestros pensamientos e invenciones tienen su origen en nuestros sueños. Es el caso de la inspiración artística y científica. Y por ello también es innegable su influencia histórica.
El “pentecostés del racionalismo”, el cogito cartesiano, estuvo acompañado de sueños. Niño enfermizo, sus compañeros llamaban a Descartes le chambriste, porque tenía licencia en el colegio jesuítico donde estudió para permanecer acostado hasta tarde, acostado en su lecho bajo el calor de las mantas, sumido en soliloquios. En sus sueños de 1619, según las cuartillas que copiaría directamente Leibniz en 1676 del manuscrito de Descartes, el francés anotó tres significativos sueños. 
En el primero, es acosado por varios fantasmas, se siente débil, reza, se siente culpable. Un hombre le comunica que Monsieur N tiene para él un melón traído de un lugar lejano… En el segundo sueño, un trueno “lo despierta” para que contemple extrañas fosforescencias nocturnas. En el tercero, descubre azarosamente en un libro, Corpus Poetarum, este verso: Quod vita sectabor iter? (¿Qué camino he de seguir en la vida?). Un desconocido le muestra otro poema que comienza: Est et non (Sí y no). Descartes sabe que pertenece a los Idilios de Ausonio. Él mismo interpreta el sueño dentro del sueño. Sueña que está despierto, piensa que los poetas, incluso los más mediocres, pueden producir máximas mucho más profundas que las que se hallan en los escritos científicos y filosóficos. Atribuye esta circunstancia al poder divino del Entusiasmo y de la Imaginación.
La sentencia de Iriarte, copiada por su amigo Goya en este famso grabado puede tener varios sentidos:
¿Es la vacancia de la razón la que produce monstruos o su ilusión racionalista?
La ilusión de que todo es racional, ¿es racional?
Estos sueños han sido interpretados en clave junguiana y en clave freudiana. Se ha visto en el catolicismo de Descartes, fe que jamás abandonó, un sustituto de la madre ausente (la madre de Descartes murió en su segundo parto, cuando René cumplía un año), y en el melón del primer sueño, un símbolo sexual (para Freud, el melón debía de tener una forma alargada y fálica, mientras que los junguianos creen que debía ser un cantaloup redondo, expresión del arquetipo del sí mismo), el caso es que “el Adán de la modernidad” abría el tomo de la filosofía moderna en mitad de estas extrañas turbulencias oníricas. Estos sueños se produjeron la noche que siguió a la iluminadora intuición sobre una nueva ciencia que unificaría los métodos de la lógica, el álgebra y la geometría. ¿Un sueño de la Razón analítica y totalitaria? Descartes piensa que sus sueños han sido enviados por Dios para ayudarle en su búsqueda de la verdad. No hay duda de que tuvieron para él una importancia transcendental, aunque no la reconociera públicamente.
¿Representan estos arrebatos luminosos el desarrollo de la conciencia subjetiva moderna? Sea cual sea el bon sens con que Descartes acabó transfigurándolos en sus escritos científicos, el caso es que, como dice Siruela, la mente es un mar sin orillas.
Kepler descubrió las órbitas elípticas de los planetas, gracias a un sueño. Su hipótesis debió parecer disparatada en un universo intelectual dominado por el geocentrismo y el aristotelismo, que daba por hecho que el círculo era más perfecto que la elipse. Y es que los sueños tienen también un valor contestatario, disidente. Por eso no nos extrañe que en la Unión Soviética, las autoridades atiborraran de fenotiazina a los que no comulgaban con las piedras de molino de la ideología dominante. La droga les impedía soñar y así se adaptaban mejor al pensamiento único del comunismo imperial. Las pesadillas tienen un valor subversivo. Dormirse aquí, en la vigilia, es despertarse allí: luz en la penumbra. Jacobo Siruela insiste en que nuestra cultura vuelve la espalda a este hecho “y deja que la inmensa riqueza que atesora la noche se pierda en la intempestiva sombra del olvido”.
Los sumerios, los egipcios,  y las antiguas religiones mitopoéticas helenas, hicieron de la incubación onírica, del soñar bajo ciertas condiciones, una valiosa terapia salutífera. Y es que incubar un sueño significaba ponerse en contacto con todas las fuerzas ambivalentes de lo anímico para alcanzar la unión de opuestos, completando la forma sagrada del Ser. No se tenían sueños, sino que se veían sueños. Los sueños eran considerados visiones tan verdaderas como sagradas. Los templos que impartían este tipo de terapias funcionaban como sanatorios.
Se cuenta que Epiménides, el sabio chamán cretense, durmió durante cincuenta y siete años, si hemos de creer a Mircea Eliade, en la caverna de Zeus en el monte Ida; o en la cueva del dios de los misterios cretenses, según E. R. Dodds. Asceta vegetariano, de él cuenta Diógenes Laercio que no envejeció mientras soñaba, pero lo hizo después con el duro despertar, aceleradamente. 
Máximo de Tiro cree que “el sueño habría sido su maestro”. Mientras su cuerpo reposaba en la cueva, su alma habría viajado al ámbito de los dioses. En ese éxtasis obtuvo la iluminación. “En sueños conversó con los dioses y habló con Alétheia y Díke (Verdad y Justicia)”. Consiguió con ello el don de la profecía. Aristóteles afirma que su adivinación no refería al futuro, sino al pasado invisible (Retórica, 1418 a 24).
El hiperbólico sueño de Epiménides puede exagerar el trance onírico del noviciado chamánico. Según M. Detienne, el cretense estuvo sometido a sueños catalépticos: su alma escapaba de su cuerpo a voluntad. Le atribuye métodos de “mántica incubatoria”:
El sueño es, en efecto, el momento privilegiado en que el alma, “trenzada al cuerpo” durante el día, una vez libre de su servicio, puede “recordar el pasado, discernir el presente, prever el porvenir”
(Los maestros de verdad en la Grecia arcaica, Madrid, 1981, pp 131-132).
La experiencia hipnótica ofrece una experiencia que escapa al tiempo y al devenir –como en el poema de Parménides de Elea- hacia la estabilidad del Ser. Epiménides vuelve de su retiro para reordenar la vida civil. Se cuenta que purificó Atenas de la peligrosa contaminación (miasma, epidemia de peste) provocada por la violación del sagrado derecho de asilo. El sueño descubre al visionario, al adivino (como Tiresias en Edipo Rey), faltas antiguas, crímenes olvidados que han provocado perturbaciones sociales y enfermedades incurables. El chamán reduce y purifica esas locuras e inarmonías colectivas (manías).
J. P. Vernant, siguiendo a Plutarco, describe a Epiménides como un reformador religioso, asesor político del también legendario legislador Solón. El asesinato de los partidarios de Cilón sucedió hacia el 632 y Epiménides –solicitado por su prestigio- acudió desde Creta a eliminar el “miasma” que asolaba Atenas hacia el 596 ó 603 a. C., ¡cuarenta años después! Según Diógenes Laercio, el sabio de Gnosos, criado a la sombra del palacio de Minos, no quiso cobrar por sus servicios, pero aprovechó para ejercer la diplomacia y trabar una alianza entre Creta y Atenas. Plutarco añade que sólo pidió por su katharsis una rama del olivo sagrado de Atenas[1].
El mismo doxógrafo de Laertes dice que Pitágoras perfeccionó su conocimiento de los sueños con egipcios, árabes, persas y hebreos. También se dice que ordenó construir una sala subterránea en Crotona donde poder aplicar(se) las técnicas de incubación que había aprendido en Anatolia. La escuela pitagórica tenía entre sus reglas la de ejecutar antes de dormir determinadas melodías y cantos propiciatorios.
Jung creía en la existencia de una función espiritual en la mente humana. Para él era  innegable que la curación de un mal depende del vínculo que existe entre el elemento espiritual de la conciencia y el alma (o insconsciente profundo), ya que tanto la enfermedad como su remedio participan de lo mismo. Cicerón habla de la correspondencia y uniformidad que existe en la naturaleza y los neoplatónicos creían en el alma del mundo. La salud era para los griegos “armonía de los opuestos”, equilibrio psicofísico (cfr. la doctrina que expone Erixímaco en el Banquete platónico). Pitágoras, Platón y Plotino creyeron que la contemplación de lo bello, de la armonía subyacente al universo, tiene un efecto saludable. Eros es para Platón un demon, una potencia intermedia (metaxy) entre lo divino y lo humano, responsable de la comunicación onírica entre dioses y mortales.
El Dios griego de la salud era Asclepio (el Esculapio romano). Desde Asia Menor hasta Ampurias los arqueólogos han contado más de trescientos santuarios dedicados a esta deidad. Lo último que hizo Sócrates fue pedir a sus amigos que sacrificaran un gallo en el asclepieion de Atenas. En los templos consagrados a Asclepio –como en los balnearios modernos- se iba a “tomar las aguas”, pero también a soñar. Los sueños especiales no sólo eran considerados mensajes divinos, sino igualmente epifanías curativas. La medicina griega descansaba sobre la nooterapia. Se trataba de purificar y reformar el cuerpo del paciente para restituirlo a la armonía de la naturaleza y el cosmos mediante una transformación interior (metanoia), espiritual, una especie antigua de homeopatía. Y el poder sanador de Asclepio asignaba un importante papel a la imaginación.
Icono de Asclepio
El santurario de Asclepio en Epidauro, en la Argólida del Peloponeso, fue uno de los más importantes de la Grecia antigua. Era un verdadero centro de salud y una clínica del alma en la que se buscaba renacimiento espiritual, donde no faltaba un enorme anfiteatro. 
Teatro de Epidauro
Una vez que se cruzaban las puertas del santuario, el peregrino (suplicante) se encontraba en disposición de identificarse con el numen. Para ello debía dejar atrás todo pensamiento y actitud negativa que trajera consigo. El valor de la purificación consistía sobre todo en olvidarse de sí mismo, dejando espacio para la experiencia numinosa. Bañado y ungido con fragantes aceites, el devoto rezaba en el templo, quemaba esencias, ofrecía a los dioses pasteles o exvotos, entonaba himnos para, por fin, entrar en el ábaton donde se tumbaba en completo silencio, preparado para recibir a Asclepio en sueños. El dios podía presentarse sólo o acompañado de su hija Higía (palabra que significa salud y de donde viene “higiene”). Lo importante era que él o cualquiera de sus animales acompañantes tocasen al enfermo; la “receta” se ofrecía al suplicante a través de los símbolos de la narración onírica.
Hipócrates afirmaba que el alma percibe las causas de la enfermedad en ciertas imágenes del sueño. Cuando lo sueños se limitan a transfigurar pacíficamente lo sucedido durante el día, el cuerpo se halla en orden, las pesadillas, sin embargo, denotan indicios de desorden corporal y/o anímico. Galeno afirmaba también haber salvado a muchas personas aplicando una cura prescrita en sueños.
Aunque el culto al dios Asclepio fue prohibido por el emperador Constantino en 324 d. C., sus prácticas terapéuticas sobrevivieron acomodándose al nuevo contexto cristiano. Montaigne habla en el capítulo XXI de sus Ensayos de la fuerza de la imaginación, de cómo beneficia al paciente el que el médico le haga creer en su curación, “para que el poder de su imaginación supla el engaño de su droga”. Todo eso se explica –afirma el escéptico- por la estrecha relación que existe entre el espíritu y el cuerpo, “que comunican entre sí sus destinos”, lo cual apunta a una visión holística de la naturaleza –como comenta Jacobo Siruela- en la que cuerpo y espíritu son interdependientes.
Las viejas ideas a veces vuelven transformadas. El psiquiatra ruso Vasili Kasatkin (1967) estaba convencido de que las enfermedades físicas producían modificaciones significativas en el onirismo que se corresponden con la duración, la gravedad y la localización de la enfermedad, o emiten señales de alarma. Los sueños son así los centinelas que vigilan nuestra salud.

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