Esa noche llovía con furia. Marcos conducía
por la carretera vacía cuando el limpiaparabrisas se atascó y la visibilidad se
volvió casi nula. Buscó un lugar donde resguardarse, y a un costado del camino
vio una casa con un cartel torcido que decía Hospedaje El descanso.
Golpeó la puerta varias veces hasta que una
mujer mayor, de rostro gris y sonrisa forzada, le abrió la puerta.
—Puedes pasar —dijo—. No tenemos muchos
visitantes últimamente.
El interior olía a madera húmeda y cera
derretida. En el vestíbulo había varios retratos antiguos. Todos mostraban a
huéspedes sonrientes, pero sus ojos parecían pintados de negro. Marcos firmó el
registro. En la hoja, todos los nombres estaban escritos con la misma letra.
—¿Vives sola? —preguntó—.
—Oh, no —respondió ella mirando hacia el
pasillo oscuro—, nunca estoy sola.
Esa noche en la habitación 3 Marcos no
podía dormir. Escuchaba pasos en el pasillo, aunque la anciana le había dicho
que era el único huésped. Al principio pensó que era el viento… hasta que vio
la manija de la puerta moverse.
Alguien la empujó lentamente. Marcos
encendió la linterna de su móvil y apuntó al pasillo. Estaba vacío. Pero las
pisadas no venían de fuera, sino del techo. Un golpe seco resonó arriba,
seguido de un arrastre, como si alguien caminara arrastrando los pies. El polvo
cayó del techo. Marcos tomó su maleta y decidió irse. Bajó corriendo las
escaleras, pero el vestíbulo estaba distinto. Los retratos… ahora lo mostraban
a él. La anciana apareció al final del pasillo.
—¿Se va tan pronto? Apenas llegó —le dijo.
Marcos corrió hacia la puerta, pero no
cedía.
—Abra —gritó.
—No puedo —dijo ella—. No desde el
accidente.
Entonces entendió, miró por la ventana.
Afuera, en la carretera, se veía su coche destrozado, envuelto en humo. Cuando
volvió la vista, la anciana sonreía.
—Bienvenido, señor Marcos, ya forma parte
de la casa.
El reloj del vestíbulo marcó la medianoche.
En el libro de registro, la tinta se movió sola y escribió una nueva línea: Marcos
Ríos. Habitación 3.
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