Era una noche lluviosa cuando Lucía, una estudiante universitaria, llegó sola a su departamento. Su compañera de cuarto había salido el fin de semana y el silencio era tan pesado que hasta el tic-tac del reloj sonaba como un golpe a la cabeza.
Cenó rápido y revisó el móvil y se metió en la cama. A las 3:17 de la madrugada sonó el teléfono fijo. Lucía se sobresaltó. Nadie usaba el teléfono. Nadie tenía el teléfono.
—¿Hola? —dijo con voz temblorosa.
Del otro lado solo se escuchaba una respiración lenta y profunda.
—¿Quién habla? —insistió.
Entonces sonó un susurro:
—No te des la vuelta.
Lucía sintió un escalofrío. Miró de reojo la pared blanca frente a ella, el reloj seguía marcando 3:17.
—¿Qué significa eso? —preguntó.
La línea se cortó. Intentó reírse. “Una broma”, pensó. Pero… entonces notó algo: el aire estaba más frío y en el reflejo del espejo, junto a la cama, había una sombra. Una figura parada justo detrás de ella.
Lucía se quedó paralizada. No quería mirar, pero el reflejo mostró cómo una mano pálida se alzaba lentamente rozándole el hombro. El reloj volvió a sonar. 3:17. Al día siguiente los vecinos llamaron a la policía, nadie respondió. El teléfono seguía descolgado, marcando un pitido constante… Y la pantalla del reloj digital marcaba las 3:17.
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